LA CUEVA DE LOS MURCIÉLAGOS DE LA POBLACIÓN DE
ZUHEROS
En
una ocasión de hace ya bastantes años y en
plan familiar dominguero decidimos desplazarnos a
la subbética cordobesa para hacerle una visita a la población de Zuheros y también
a la conocida Cueva de Los Murciélagos; tal renombre tomó esta que con mucho tiempo había que solicitar el correspondiente permiso
para poder hacerle una visita.
Mereció
el esfuerzo visitar esa cavidad de interés nacional donde existen numerosos
estancias y alguna que otra
laguna de cristalinas y profundas aguas, así como diversas estancias donde el
agua de lluvia penetra mediante la porosidad de las rocas calizas formando esos
chupones de arriba hacia abajo e inversamente, llamados estalactitas y
estalagmitas. El crecimiento de estos elementos es tan lento que necesitan una centena
de años para poder crecer tan solo un centímetro, con ello ya nos podemos dar una idea respecto a la antigüedad que esta cavidad tiene
A
estas alturas de la vida y en estos tiempos modernos resulta apasionante poder leer estas interesantes vivencias experimentadas por dos alpinistas que por allá de la
primera década del pasado siglo XX acometieron existosamente; con el paso del tiempo vino a suponer un importante descubrimiento de la época del neolítico.
Este es él interesante relato de los dos
alpinistas llamados Manuel Mata Funes y Juan Fernández que vivieron esta gesta y que con todo lujo de detalles nos narraron y contaron sus vivencias experimentadas durante el periodo de exploración de la célebre cavidad montañosa que con el paso del tiempo se hizo famosa.
“La
excursión para explorar la cueva de los Murciélagos en Zuheros, resultaba interesante en todos
los conceptos; pocos días antes habíamos intentado su recorrido y solo llegamos
a conocer unos quinientos metros, pero hoy, provistos de medios e incluso
víveres, intentamos llegar al final y obtener algunas fotografías con la ayuda
del magnesio.
La
ascensión a la sierra donde se encuentra la entrada, es pintoresca; un viento
húmedo y frío nos acompaña. Al fin dimos vista a la entrada de la caverna, en consonancia al prólogo de un cuento de
miedo, impresionante por formar dos grandes semicírculos que de lejos semejan
los ojos profundos y obscuros con que la montaña escudriña eternamente los
valles y campiña.
A
mediodía franqueamos la entrada y nos encontramos en un vestíbulo de grandes
proporciones, pues la altura no es inferior a los siete u ocho metros; dentro
se nota un vaho templado que contrasta con la temperatura externa.
Descansamos
breves momentos, y preparamos las luces; una vez hecho esto, nos dirigimos
hacía el fondo donde hay una estrecha grieta, por donde continuar: Aquí puede
decirse que comienza la verdadera entrada; tan estrecha se encuentra en sus
principios que nos vemos obligados a encogernos y arrastrarnos contra sus
paredes, tropezando y resbalando a cada momento sobre un mare- magnun de piedras
sueltas.
Habíamos
recorrido unos veinte metros, cuando el camino queda cortado por una profunda
sima, al fondo de la cual no llega la luz; su pared vertical, en un principio
se hace cóncava en su centro, circunstancia que la hace prácticamente imposible
franquear sin la ayuda de una cuerda, medio empleado por nosotros para
conseguir este fin; una vez atada a unas piedras nos lanzamos al vacío, balanceando
nuestros pies en las tinieblas, hicimos el descanso a pulso, pendiendo nuestras
vidas, sino de un hilo, al menos de una soga.
Pronto
vemos la primera estalagmita que, como un centinela de palacio pétreo, se
levanta, airosa, en medio de nuestro camino; al darle unos golpecitos se queja
con sonido metálico y su vibración persiste durante algún rato; cerca de esta
he tenido la suerte de descubrir, grabado sobre una peña, profunda y perfectamente
visible, una escritura en raros caracteres probablemente del alfabeto ibérico,
y que, como un prólogo quisiera decirnos algo que no logramos entender, pero
tal vez pudiera dar a luz la historia de
los aborígenes de esta región.
También se pudo observar y descubrir señales de arañazos en las duras paredes, como las
que nos dicen peritos en prehistoria que producían las fieras al afilarse las
uñas, cerca de aquellos, en un paso estrecho se ve la pared y salientes
pulimentados como si el paso de cuerpos muchas veces lo hubiesen rozado.
Continuamos
nuestra marcha asiéndonos a los salientes mojados hasta que una nueva brecha,
negra y profunda, nos corta el paso otra vez, después de varias tentativas
infructuosas y haciendo alardes de equilibristas sobre el mismo borde, logramos
pasarla; el descenso sigue siendo oblicuo y cada vez nos adentramos más y más
en el corazón de la montaña.
El
interior ha cambiado notablemente, los techos son muy altos y las amplitudes
enormes, las bóvedas y paredes están cubiertas de estalactitas chorreantes; su
tamaño es variable, desde finas como hilos, hasta más de un metro de diámetro
rectas y serpenteantes.
El
aspecto cada vez más fantástico nos hace avanzar lentamente, absortos en la
contemplación de este mundo nuevo y haciendo huir de las sombras fantasmagóricas que produce la
luz al filtrarse entre los haces de la columnas.
Nuevamente nuestro camino ha quedado cortado y nos vemos
precisados a cruzar por unas grandes piedras dispuestas en un plano muy
inclinado a cuyo final hay un precipicio, para evitar despeñarnos en él, hemos de pasar
arrastrándonos sobre el suelo al que tenemos que asirnos a sus salientes con
todas nuestras fuerzas.
Pasado
esto, penetramos en una gran nave cuyo techo no alcanzan a iluminar nuestros reflectores; es el sitio más bonito de la
gruta, todas sus paredes son de estalactitas, columnillas y colgantes pétreos
que ascienden y trepan como formando una cascada estalagmítica; el techo por
algunos sitios, tiene una altura de más de diez metros, del que infinidad de
agudos puñales de piedra penden amenazadores.
Por
el centro de la sala hay estalactitas que llegan hasta el suelo, verdaderas y
caprichosas que a veces, traslúcidas y agrupadas en serie, producen, al
golpearlas, sonidos muy claros, y si estos se hacen alternativamente dan la
impresión de un órgano.
Es un verdadero palacio subterráneo que, entre las sombras dantescas que producen nuestras luces, parece que de un momento a otro ha de salir un hada o gnomo extrañada por la violación de su morada.
Pero
no somos los únicos que estamos en esta
sala; en un ángulo, apartado sobre el frío suelo, yace un hombre; sus huesos
perfectamente petrificados forman una sola pieza con las piedras que le sirven
de lecho en su prolongado descanso; un hombre de las cavernas de fuertes
huesos, un troglodita con una edad de miles de años.
Continuando
el descenso, llegamos a una hendidura que presenta en unos de los laterales, un
agujero estrecho, en el que hubimos de penetrar con grandes trabajos;
encontrándonos en una cámara pequeña cuyo techo completo de agudísimas estalactitas, nos obligaba a caminar
agachados para no herirnos; su suelo era un pequeño lago donde apagamos nuestra
sed, y sus orillas húmedas nos sirvieron de descanso y comedor.
Proseguimos
la exploración y en una pequeña cueva
encontré el esqueleto de un animal cuyo cráneo
llevó a Madrid mi compañero y excelente alpinista, para que se proceda a
su investigación; no tocándose a los demás esqueletos para evitar
destrucciones que serían precisas para
su estudio; fue encontrada también un trozo de cerámica, que por su dibujo parece
ser de época neolítica, perteneciente al periodo moderno de la edad de piedra (piedra
pulimentada) era cuaternaria.
Como
se ha hecho muy tarde nos apresuramos a regresar, no sin haber hecho antes unas
fotografías con magnesio. La ascensión es difícil y, rodando repetías veces, nos
vemos precisados a poner en acción a todos nuestros músculos.
Nos
ha parecido salir de otro mundo; aún estamos sobrecogidos por la soledad sepulcral
de su interior, interrumpida de vez en cuando por el monótono gotear del agua que
como un metrónomo incansable, quisiera medir
el tiempo, tiempo que parece no existir allí, ya que todo es igual; día y noche
no se diferencian, y su único habitante permanece tranquilo e incansable recostado
en su frío lecho con los miembros ateridos, sin más abrigo que la oscuridad, en
su palacio de cristal, de sombras y silencio; con el misterio impenetrable de su
vida y de su muerte.
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