domingo, 15 de abril de 2018

LA CUEVA DE LOS MURCIÉLAGOS DE LA POBLACIÓN DE ZUHEROS


                  LA CUEVA DE LOS MURCIÉLAGOS DE LA POBLACIÓN DE ZUHEROS




En una ocasión de hace ya bastantes  años y en plan   familiar dominguero decidimos desplazarnos a la subbética cordobesa para hacerle una visita a la población de Zuheros y también a la conocida  Cueva de Los Murciélagos; tal  renombre tomó  esta que con mucho  tiempo había que solicitar el correspondiente permiso para poder hacerle una  visita.



Mereció el esfuerzo visitar esa cavidad de interés nacional donde existen  numerosos  estancias y alguna que  otra laguna de cristalinas y profundas aguas, así como diversas estancias donde el agua de lluvia penetra mediante la porosidad de las rocas calizas formando esos chupones de arriba hacia abajo e inversamente, llamados estalactitas y estalagmitas. El crecimiento de estos elementos es tan lento que necesitan una centena de  años para poder crecer tan  solo un centímetro,  con ello  ya nos podemos  dar una idea respecto a la  antigüedad que esta cavidad tiene


Durante el recorrido y  para salvar  diferencias de altura todo está lleno de escaleras y escalones, a veces de  madera que posibilitan realizar cómodamente el recorrido con una duración  próxima de  una hora,  disponiendo de un  óptimo y tenue alumbrado eléctrico  colocado en puntos estratégicos.

A estas alturas de la vida y en estos tiempos modernos resulta apasionante poder  leer estas  interesantes  vivencias   experimentadas por dos alpinistas que por  allá de la primera década del pasado siglo XX acometieron existosamente;  con el paso del tiempo  vino a suponer  un importante  descubrimiento de la  época  del neolítico.   

Este  es él  interesante relato de los dos alpinistas llamados Manuel Mata Funes y Juan Fernández que vivieron esta gesta y que con todo lujo de detalles nos narraron  y contaron  sus vivencias experimentadas durante  el periodo de exploración de la célebre  cavidad montañosa que con el paso del tiempo se hizo famosa.



“La excursión para explorar la cueva de los Murciélagos  en Zuheros, resultaba interesante en todos los conceptos; pocos días antes habíamos intentado su recorrido y solo llegamos a conocer unos quinientos metros, pero hoy, provistos de medios e incluso víveres, intentamos llegar al final y obtener algunas fotografías con la ayuda del magnesio. 

La ascensión a la sierra donde se encuentra la entrada, es pintoresca; un viento húmedo y frío nos acompaña. Al fin dimos vista a la entrada de la caverna,  en consonancia al prólogo de un cuento de miedo, impresionante por formar dos grandes semicírculos que de lejos semejan los ojos profundos y obscuros con que la montaña escudriña eternamente los valles y campiña.

                                                     

A mediodía franqueamos la entrada y nos encontramos en un vestíbulo de grandes proporciones, pues la altura no es inferior a los siete u ocho metros; dentro se nota un vaho templado que contrasta con la temperatura externa.

Descansamos breves momentos, y preparamos las luces; una vez hecho esto, nos dirigimos hacía el fondo donde hay una estrecha grieta, por donde continuar: Aquí puede decirse que comienza la verdadera entrada; tan estrecha se encuentra en sus principios que nos vemos obligados a encogernos y arrastrarnos contra sus paredes, tropezando y resbalando a cada momento sobre un mare- magnun de piedras sueltas.

Habíamos recorrido unos veinte metros, cuando el camino queda cortado por una profunda sima, al fondo de la cual no llega la luz; su pared vertical, en un principio se hace cóncava en su centro, circunstancia que la hace prácticamente imposible franquear sin la ayuda de una cuerda, medio empleado por nosotros para conseguir este fin; una vez atada a unas piedras nos lanzamos al vacío, balanceando nuestros pies en las tinieblas, hicimos el descanso a pulso, pendiendo nuestras vidas, sino de un hilo, al menos de una soga.


Por fin nos encontramos abajo, el espacio es diáfano y dispuesto para proseguir nuestro camino; este se hace pendiente, tortuoso y laberíntico, unas veces amplísimas salas, otras un simple agujero; y en los más cortados por profundos precipicios inexplorados donde una caída sería mortal.

El aspecto de la gruta va cambiando, las piedras son lisas y brillantes, modeladas caprichosamente por las concreciones calcáreas y bañadas de un modo continuo por goterones desprendidos de los techos que, al esparcirse por las rocas producen destellos fulgurantes a la luz de nuestras lámparas.

Pronto vemos la primera estalagmita que, como un centinela de palacio pétreo, se levanta, airosa, en medio de nuestro camino; al darle unos golpecitos se queja con sonido metálico y su vibración persiste durante algún rato; cerca de esta he tenido la suerte de descubrir, grabado sobre una peña, profunda y perfectamente visible, una escritura en raros caracteres probablemente del alfabeto ibérico, y que, como un prólogo quisiera decirnos algo que no logramos entender, pero tal vez pudiera dar  a luz la historia de los aborígenes de esta región.

También  se pudo observar y descubrir señales de arañazos en las duras paredes, como las que nos dicen peritos en prehistoria que producían las fieras al afilarse las uñas, cerca de aquellos, en un paso estrecho se ve la pared y salientes pulimentados como si el paso de cuerpos muchas veces lo hubiesen rozado.    

Continuamos nuestra marcha asiéndonos a los salientes mojados hasta que una nueva brecha, negra y profunda, nos corta el paso otra vez, después de varias tentativas infructuosas y haciendo alardes de equilibristas sobre el mismo borde, logramos pasarla; el descenso sigue siendo oblicuo y cada vez nos adentramos más y más en el corazón de la montaña.

El interior ha cambiado notablemente, los techos son muy altos y las amplitudes enormes, las bóvedas y paredes están cubiertas de estalactitas chorreantes; su tamaño es variable, desde finas como hilos, hasta más de un metro de diámetro rectas y serpenteantes.

El aspecto cada vez más fantástico nos hace avanzar lentamente, absortos en la contemplación de este mundo nuevo y haciendo huir de  las sombras fantasmagóricas que produce la luz al filtrarse entre los haces de la columnas.
Nuevamente nuestro  camino ha quedado cortado y nos vemos precisados a cruzar por unas grandes piedras dispuestas en un plano muy inclinado a cuyo final hay un precipicio,  para evitar despeñarnos en él, hemos de pasar arrastrándonos sobre el suelo al que tenemos que asirnos a sus salientes con todas nuestras fuerzas.


Pasado esto, penetramos en una gran nave cuyo techo no alcanzan a iluminar nuestros  reflectores; es el sitio más bonito de la gruta, todas sus paredes son de estalactitas, columnillas y colgantes pétreos que ascienden y trepan como formando una cascada estalagmítica; el techo por algunos sitios, tiene una altura de más de diez metros, del que infinidad de agudos puñales de piedra penden amenazadores.

Por el centro de la sala hay estalactitas que llegan hasta el suelo, verdaderas y caprichosas que a veces, traslúcidas y agrupadas en serie, producen, al golpearlas, sonidos muy claros, y si estos se hacen alternativamente dan la impresión de un órgano.

Es un verdadero palacio subterráneo que, entre las sombras dantescas que producen nuestras luces, parece que de un momento a otro ha de salir un hada o gnomo extrañada por la violación de su morada.


Pero no somos los únicos que estamos  en esta sala; en un ángulo, apartado sobre el frío suelo, yace un hombre; sus huesos perfectamente petrificados forman una sola pieza con las piedras que le sirven de lecho en su prolongado descanso; un hombre de las cavernas de fuertes huesos, un troglodita con una edad de miles de años.

Continuando el descenso, llegamos a una hendidura que presenta en unos de los laterales, un agujero estrecho, en el que hubimos de penetrar con grandes trabajos; encontrándonos en una cámara pequeña cuyo techo completo de agudísimas  estalactitas, nos obligaba a caminar agachados para no herirnos; su suelo era un pequeño lago donde apagamos nuestra sed, y sus orillas húmedas nos sirvieron de descanso y comedor.

Proseguimos la exploración  y en una pequeña cueva encontré el esqueleto de un animal cuyo cráneo  llevó a Madrid mi compañero y excelente alpinista, para que se proceda a su investigación; no tocándose a los demás esqueletos para evitar destrucciones  que serían precisas para su estudio; fue encontrada también un trozo de cerámica, que por su dibujo parece ser de época neolítica, perteneciente al periodo moderno de la edad de piedra (piedra pulimentada) era cuaternaria.

Como se ha hecho muy tarde nos apresuramos a regresar, no sin haber hecho antes unas fotografías con magnesio. La ascensión es difícil y, rodando repetías veces, nos vemos precisados a poner en acción a todos nuestros músculos.


Nos ha parecido salir de otro mundo; aún estamos sobrecogidos por la soledad sepulcral de su interior, interrumpida de vez en cuando por el monótono gotear del agua que como un metrónomo  incansable, quisiera medir el tiempo, tiempo que parece no existir allí, ya que todo es igual; día y noche no se diferencian, y su único habitante permanece tranquilo e incansable recostado en su frío lecho con los miembros ateridos, sin más abrigo que la oscuridad, en su palacio de cristal, de sombras y silencio; con el misterio impenetrable de su vida y de su muerte.           
     
      
                                              FIN DE LA NARRACIÓN

                                                                     








           




 
 

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