lunes, 3 de julio de 2023

EL YELMO DE MABRINO

 

DON QUIJOTE DE LA MANCHA

EL YELMO DE MAMBRINO




Después que hubieron cenado, Don Quijote tomó de la rienda a Rocinante, y Sancho del cabestro a su asno, y comenzaron a caminar por el prado arriba en busca de alguna fuente o arroyo donde poder mitigar la sed que los afligía.

No hubieron andado doscientos pasos, cuando llegó a sus oídos el ruido de agua que, al parecer, de unos grandes y levantados riscos que se despeñaba.

Alegróles el ruido y, parándose a escuchar a  qué parte sonaba, oyeron   a deshora otro estruendo que les aguó el contento del agua, especialmente a Sancho, que por naturaleza era medroso y de poco ánimo.

Oyeron que daban unos golpes  a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, acompañados de del furioso estruendo del agua, que pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de Don Quijote, quien saltó sobre Rocinante y, embrazando su rodela y terciando su lanzón, dijo:

-Sancho amigo, quédate don Dios y espérame aquí hasta tres días no más, tras los cuales, si no volviese, puedes tú volverte a nuestra aldea y desde allí, por hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde dirá a la incomparable señora mía Dulcinea que su cautivo caballero murió por acometer cosas que lo hiciesen digno de poder llamarse suyo.



Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a llorar con la mayor ternura el mundo y a decirle:

-Señor, yo no sé por qué quiere vuestra merced acometer tan temerosa aventura. Ahora es de noche, aquí no nos ve nadie; bien podemos torcer el camino y desviarnos  del peligro, aunque no bebamos n tres días.


- No se ha de decir por mí- respondió Don Quijote -, ahora ni en ningún tiempo, que lágrimas y ruegos me parece hacer lo que debía a estilo de caballero; y así te ruego, Sancho, que calles; que Dios, que me ha puesto en el corazón acometer ahora esta no vista y temerosa aventura, tendrá cuidado de mirar por mi salud y de consolar tu tristeza. Lo que has de hacer es apretar bien las cinchas a Rocinante y quedarse aquí; que daré la vuelta presto, vivo o muerto.



Viendo, pues, Sancho la resolución de su amo y cuán poco valían con él sus lágrimas, consejos y ruegos, determinó aprovecharse de su astucia  y hacerle esperar hasta el amanecer, si pudiese; y así, cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con el cabestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera que, cuando don Quijote se quiso partir, no pudo, porque el caballo no se podía mover sino a saltos. Viendo Sancho el buen suceso de su embuste, dijo:

-Ea, señor, que el cielo, conmovido de mis lágrimas y plegarias, ha ordenado que no se pueda mover Rocinante; y si vos queréis porfiar, espolear y darle, será enojar a la Fortuna y dar  coces, como dicen, contra aguijón.



Desesperabase con esto Don Quijote y, por más que picaba con las espuelas al caballo, menos lo podía mover, sin caer en l cuenta de la ligadura, tuvo por bien sosegarse y esperar a que amaneciese o a que rocinante  se menease, creyendo que aquello venía de otra parte que de la treta de Sancho; y así, determinó pasar la noche departiendo amigablemente con su escudero.

Aún en sus coloquios, los sorprendió la mañana, y entonces Sancho, con mucho cuidado, desligó a Rocinante. Como éste se vio libre, aunque de suyo no era nada brioso, parece que se resintió, y comenzó a dar manotadas. Viendo, pues, Don Quijote que ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal y creyó que lo era de que acometiese aquella temerosa aventura, y comenzó a caminar hacia la parte donde le pareció que el ruido del agua y del golpear venía.


Seguialo Sancho a pie, llevando, como tenía por costumbre,  del cabestro a su jumento, perpetuo compañero  de sus prósperas y adversas fortunas; y habiendo andando un buen trecho entre unos castaños y árboles sombríos, dieron en un pradecillo que al pie de unas altas peñas había, de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de agua.



Al pie de las peñas estaban unas casas mal hechas, que más parecían ruinas de edificios que casas, de entre los cuales advirtieron que salía el ruido y estruendo de aquel golpear.

Rocinante se alborotó con el estruendo del agua  y de los golpes, Don Quijote lo sosegó acercándose poco a poco a las casas, encontrándose de todo corazón a su señora, suplicándole que en aquella temerosa jornada y empresa le favoreciese, y se encomendaba también a Dios para que no lo olvidase. Sancho no se le quitaba de al lado alargando el cuello y la vista cuanto podía entre las patas de Rocinante, por ver si vería ya lo que tan intrigado y medroso tenía.

Otros cien pasos serían los que anduvieron cuando, al doblar una punta, apareció descubierta y patente la misma causa, sin que pudiese ser otra, de aquel horrísono y para ellos espantable ruido.



Eran seis mazos de molino de batán que con sus alternativos golpes  formaban aquel estruendo.


Cuando Don Quijote vio lo que era enmudeció y pásmese de arriba  abajo, con muestras de estar avergonzado, miró también a Sancho  viendo que tenía los carrillos hinchados y la boca llena de risa, con evidentes señales de querer reventar con ella.

En esto, comenzó a llover un poco y quisiera Sancho que se entraran al molino de los batanes; más labiales cobrado tal aborrecimiento  que de ningún modo quisieron entrar, y así torciendo el camino a la derecha, dieron en ora como el que habían llevado el día de antes. De allí a poco, descubrió don Quijote a un hombre que iba a caballo y que traía en la cabeza una cosa relumbrada como si fuera de oro; y a penas lo hubo visto, se volvió a Sancho y le dijo:



Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la experiencia, especialmente aquel que dice “Donde una puerta se cierra, otra se abre”. Dígolo  porque sí anoche nos cerró la ventura la puerta de la que buscábamos, ahora nos abre de par en par otra para mejor y más acierta aventura, que si yo no acertare a entrar por ella, mía será la culpa. Digo esto porque, si no me engaño, hacia nosotros viene uno que trae en la cabeza puesto el yelmo de Mambrino-

-Sancho, mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace, si yo pudiera hablar le diría que se engaña en lo que dice.

-Don Quijote, dime ¿no ves aquel caballero que hacía nosotros viene, sobe un caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro?.

-Sancho lo que yo veo y columbro, no es otra cosa que un hombre sobre un asno, pardo como el mío que trae sobe la cabeza una cosa que relumbra.

-Don Quijote, pues es el yelmo de Mambrino, apártate y déjame con él a solas, verás cuán sin hablar palabra, por ahorrar tiempo, concluyo esta aventura y queda por mío el yelmo.

Es pues, el caso que el yelmo y el caballo y caballero que don Quijote veía esto: Que en aquel contorno  había dos lugares, el uno tan pequeño que no tenía botica, ni barbero el otro que estaba cercano, sí y así, el babero del mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse, y otro de arreglarse la barba, para lo cual venía el barbero y traía una bacía de azófar queriendo la suerte que, al tiempo que venía,  comenzó a llover, y porque no se le manchase el sombrero, que debía ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como limpia, desde media legua  relumbraba. Venía sobre un asno pardo, de cómo Sancho dijo, y ésta fue la causa por la que a Don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y caballero y yelmo de oro, que todas las cosas que veía con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos. Y cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin venirse con él a razones, a todo correr de Rocinante lo enristró con el lanzón bajo, llevando la intención de pasarlo de parte a parte; y cuando a él llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo:



-Defiéndete, maligna criatura o entrégame  de tu voluntad lo que con tanta razón lo que se me debe.

El barbero, que tan sin pensarlo ni temerlo vio venir aquel fantasma sobre sí, no tuvo otro remedio para poder resguardarse del golpe de la lanza, que dejarse caer del asno abajo. No bien hubo tocado el suelo, cuando se levantó más ligero que un gamo, comenzó a correr por aquel llano, se dejó la bacía en el suelo, con lo cual se contentó don Quijote. Mandó a Sancho que alzase el yelmo y tomándolo en las manos dijo:

-Por Dios que la bacía es buena.

Y dándoselas a su amo, éste se la puso en la cabeza, rodeándola a una parte y a otra, buscándole el encaje; como no lo hallaba, dijo:

-Sin duda  que el pagano a cuya medida se forjó  primera esta famosa celada debía tener grandísima cabeza, y lo peor de ello es que le falta la mitad de ella.

Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo contener la risa.


¿De qué  te ríes Sancho, dijo Don Quijote?.

Respondió Sancho, de la enorme cabeza que tendría el pagano dueño de este almete que no parece otra cosa que una bacía  de barbero pintiparada.



-¿Sabes que imagino, Sancho?, Que esta famosa pieza de este encantado yelmo, por algún extraño accidente debió de venir  a manos de quien no supo conocer ni estimar su valor y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo, debió de fundir la mitad, para aprovecharse del precio y de la otra mitad hizo ésta que parece bacía de barbero, como tú dices. Pero sea lo que fuere, yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero y, entretanto, la traeré como pudiere, que más vale algo que nada; cuanto más que será bastante para defenderme de alguna pedrada.



-Eso será dijo Sancho, si no se tira con honda, como tiraron en la pelea de los ejércitos, cuando le santiguaron a vuestra merced las muelas y le rompieron la alcuza donde venía  aquel benditisímo brebaje que me hizo vomitar las entrañas.

-No me da pena el haberlo perdido que ya sabes tú dijo Don Quijote que yo tengo la receta en la memoria.



-También la tengo yo respondió Sancho, pero si yo lo hiciere nunca más en la vida, pero dejando eso parte que haremos de este caballo rucio rodado, que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino que vuestra merced derribó, que según él puso en los pies en polvorosa y cogió la de Villadiego, no lleva pergeño de volver por él jamás. ¡Y por mis barbas, si no es bueno el rucio!.

-Nunca yo acostumbro dijo Don Quijote, a despojar a los que venzo, ni es  uso de caballerías quitarles los caballos y dejarlos a pie, si ya no fuese que el vencedor hubiese perdido en la pendencia el suyo, que en tal caso licito es tomar el del vencido, como ganado en guerra lícita . Así que Sancho, deja ese caballo, o asno , o lo quisieres que sea, que tan pronto como el dueño nos vea alejados de aquí, volverá a por él.



-Dios sabe si quisiera llevarlo –replicó Sancho o por la menos trocarlo por este mío, que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son estrechas las leyes de la caballería, pues no se extienden a dejar trocar un asno por otro, y quería trocar los aparejos siquiera.



-En este caso no estoy muy cierto, respondió don Quijote, y en caso de duda, hasta estar mejor informado, digo que los trueques si es que tienes de ellos necesidad extrema.

-Tan extrema es respondió Sancho que si fueran para mí misma persona  no los hubiera menester más.

Y luego habilitado con aquella licencia, hizo mutatio caparum y puso su jumento a las mil lindezas, dejándolo, mejorado en tercio y quinto.



Subieron a caballo y, sin tomar determinado camino, por ser muy de caballeros andantes el no tomar ninguno cierto, se pusieron a caminar por donde la voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba tras de sí la de su amo y aun del asno, que siempre lo seguía en buen amor y compañía. Con todo esto, volvieron al camino real y siguieron por él a la ventura, sin otro designio alguno.

                        


 




                                                          

 

                                           

  

 

   

No hay comentarios:

Publicar un comentario