lunes, 20 de mayo de 2024

UN DÍA DE MERCADO EN LA CIUDAD DE LEÓN MEDIEVAL

 

UN DÍA DE MERCADO EN LEÓN HACE MIL AÑOS POR DON CLAUDIO SÄNCHEZ DE ALBORNOZ.


Por una ancha calzada, cuyo pavimento de pequeños guijarros muestra, en sus frecuentes baches y descarnadura, el descuido de los hombres, caminan seguidos de sus gentes dos magnates. Es una mañana tibia de octubre que nos muestra esa maravillosa transparencia que adquiere en la otoñada  cuando las lluvias ya han posado el polvo del estío.


Señores y vasallos cruzan el páramo leonés. A derecha e izquierda del camino se extiende la llanura suavemente ondulada. A su vista se ofrecen rastrojos que aún amarillean,  barbechos que esperan la semilla, praderas, campos de lino,  frondosas viñas que algunas todavía brindan sus negros racimos entre sus verdes pámpanos. 

Grandes choperas en las orillas de los ríos, y al norte, al fondo del paisaje, la silueta oscura de los montes lejanos.


La luz de la mañana permite divisar a la izquierda de la calzada que siguen los jinetes algunas míseras aldeas, cuyas casas de adobes, cubiertas de ramajes y de barro ya seco, apenas se destacan del suelo.


Junto al camino un grupo de labriegos derrama la simiente en varias heredades vecinas, mientras otros rústicos con sendas parejas de bueyes,  hunden la reja en el barbecho y cubren el grano con los nuevos surcos.

Son juniores o tributarios de Santa María que prestan sus habituales sernas otoñales, es decir las obligadas jornadas de trabajo que han de realizar, varias veces al año en las tierras cuyos productos íntegros reserva para sus  graneros las iglesias de León.

Los desconocidos caballeros caminan en dos hermosos potros, uno castaño y otro bayo. 

Al cruzar el río  Porma los alcanzan unos mercaderes judíos que traen en sus recuas ricas preseas eclesiásticas de Bizancio, sedas, tapices y brocados del oriente y de la España musulmana.

Han traficado con éxito en Castilla; Doña Abba, nuera del Conde Don Fernando, les ha comprado algunas almuzallas o cobertores, varios paños, dos dalmáticas y  una casulla.

Han vendido más tarde algunas piezas hispanas o hispanoárabes en Sahagún y van a León, después de haber tratado de comerciar con las comunidades, aún  más pobres de San Miguel de Escalada  y de San Pedro de Eslonza. 



Es cuarta feria de Mercurio, cómo decían los romanos y caminan de prisa para llegar al mercado en buena hora..

Acomodan los hebreos la marcha de sus cabalgaduras al paso de los caballos que montan los  magnates, y platicando los mercaderes y jinetes, son todos latinos se acercan a León. 

Dos cosas han sorprendido a los judíos en su viaje, las manos del Conde don García y la iglesia de San Miguel, nunca habían visto manos de varón más blancas, ni más bellas.



Conocían Córdoba, Toledo, España entera y, sin embargo, vienen impresionados por la sencillez y armonía de líneas de la iglesia de Escalada.

Tienen grabado en la memoria el extraño recuerdo de las finas manos de don García y viva en la retina la imagen del templo, consagrado al Arcángel en el repecho de aquel cerro pelado que ve recorrer a sus pies el anchuroso río Esla.

El dialogar es ameno y acorta los caminos. Han cruzado ya el río Torio por un viejo puente y han adelantado a varios labriegos del alfoz que montados en las ancas de sus asnos, llevan en sus cuévanos o cestos nabos, ajos, cebollas, castañas, y varios campesinos y también caballeros en pollinos, traen a León carne, sebo y cecina.

Una lenta carreta de bueyes cargada donde van los labriegos  llegan al mercado, donde la muchedumbre de gentes se estruja, grita, discute y gesticula.

Los colores vivos de las túnicas o sayas de las mujeres, y de los jubones, sayos y mantos de los hombres destacan sobre el fondo gris oscuro de los lienzos que empiezan a dorar el sol del mediodía. Se oyen voces humanas, sonar esquilas, mugidos y relinchos.       

Los judíos avanzan como pueden por medio de aquella masa en que se funden hombres, bestias y mercaderías. 


Las gentes armadas que acompañan a los dos caballeros se desvían hacía saliente para entrar en la ciudad de León por la puerta del Obispo, sólo queda junto a ellos un su siervo que, con treinta vacas, un toro y dos perros.

Los próceres cuyas huellas seguimos se detienen en el teso del ganado. Dos leoneses comen grandes rebanadas de pan y refrescan la garganta empinando una bota llena de vino rascante del país.

Celebran el alboroque con que acaban de cerrar el trato. El que con rostro más alegre moja  con el vino, ha vendido una yunta de novillos. Son dos hermosos animales, uno berrendo y otro blanco, ha recibido por ello veinte sueldos y está satisfecho de su venta.

Un su compadre ha vendido tres bueyes óptimos en doce sueldos, y a lo sumo por dos bueyes, con su atondo y su carro se han pagado en el mercado último quine sueldos romanos. Supera incluso el precio por cada uno de los novillos al de seis sueldos en que se ha mercado un buey negro, orgullo de su dueño. Y Se explica por ello el regocijo del afortunado vendedor que obsequia con su bota a los testigos de su éxito.

Junto al grupo que come, bebe y ríe vende una vaca preñada en doce sueldos, una cabra en un modio de trigo, y se tantean potros, mulas, yeguas y pollinos. Los dos jinetes misteriosos vuelven a detener sus pasos ante un corro que presencia interesado el regateo de un feo potro de color morcillo.

El comprador es un villano de Castrogeriz venido a León a liquidar la herencia de una tía. Ha vendido un herrén (avena y forraje), un linar de lino y su parte, en unos molinos del Torio, y es tal su impaciencia por convertirse en caballero que no espera en volver a su tierra para comprar caballo. Ha obtenido unos sesenta sueldos por esos bienes, divisas o partija que le había tocado al repartir con sus hermanos la herencia de su tía. La cifra de los sesenta sueldos es reducida.

No le permite adquirir un buen caballo, que se cotiza a muy altos precios en todos los mercados del reino de León. El caballo es muy importante  para la guerra con el moro y alcanza un valor elevadísimo en proporción al conseguido  por las demás especies animales. 

Después de la batalla de Simancas, en que perecieron tantos brutos  y jugaron tan decisivo papel los jinetes cristianos que, los reyes distinguen a los caballeros con marcada preferencia y la demanda de cabalgaduras ha crecido siendo  más difícil adquirir una de ellas que un caballo.

El aspirante a caballero ha apalabrado ya una silla gallega de altos borrenes en diez sueldos, pero no puede emplear los cincuenta restantes en mercar el caballo, porque necesita adquirir  el atondo propio de toda caballería y ha de comprar aún: cabezada, pretal, riendas, freno y ataharre, para completar los arreos de la cabalgadura, y escudo, espada y lanza, para su equipo personal.

Ha encontrado un potro morcillo huesudo y con mal pelo, por el que su dueño pide treinta sueldos, pero no le satisface la estampa de la bestia, si bien con la esperanza de engordarle, discute con el dueño del potro para alcanzarlo más barato. El trato dura y al vendedor le urge la venta, no obstante la ruindad de la cabalgadura es imagen de la  pobreza de su dueño, cede al cabo y el nuevo caballeo da veinte sueldos galicanos por el potro.



Más allá dos desconocidos ven pagar cien sueldos por un mulo a un siervo del obispo, quince por una yegua a un infanzón del conde que gobierna Luna, y sorprendidos, miran un caballo bayo de alzada estampa y pelo de uno de los suyos, le miran los dientes  y conforman el trato  cien escudos que llegan a pagar.

Se apean de las cabalgaduras, los coge de las bridas el siervo que los sigue, abandonan el teso del ganado y se dirigen al Arco del Rey o de Palacio, para entrar en la ciudad.

 No es empresa fácil abrirse paso por medio del mercado.

 


Cómo las gentes de León han de proveerse en él de semana en semana de todo lo preciso para el vivir diario y aún de lo superfluo, que cómo indispensable es necesario, también le reclama el regalo y adorno de su persona y casa, la ciudad se ha vaciado toda en la explanada situada mirando al medio día, fuera de las murallas.

 


 

Hay algunas tiendas dentro del cerco que ciñe la agrupación urbana; pero hay  unas que han abierto para remedio de los más pobres, cuya penuria no les permite hacer acopio en un día de la semana de lo más necesario y otras han surgido   al calor del lujo, para ofrecer a los ricos que viven o vienen a León a comprar pan tierno, bocado exquisito, carnes, frescas, joyas y bellos paños.

                                                                  


  


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