ESTUDIO DE LA DAMA DE ELCHE POR
LOS ARQUEOLOS Y BIBLIOTECARIOS SRS. GONZALEZ NAVARRETE Y A. BLANCO
FRIJEIRO.
Valle de Alcudia (Elche) |
En 1897 apareció la <<Dama de
Elche>> en las excavaciones del Valle de Alcudia ilicitano que
inmediatamente después iban encaminadas más que a saber cómo y en qué ambiente
surgió, a descubrir otras <<damas>> más. Por ello, los problemas de
su destino y cronología se encuentran aún sin resolver de un modo definitivo.
Naturalmente, ello ha hecho que sean muchas
y muy dispares las opiniones emitidas sobre este hallazgo. La fecha que
convenga a la <<Dama>> no puede fundarse, pues sino en el estudio
de ella misma y en los elementos de comparación que hoy día poseemos o surjan
en el futuro. Pero antes de entrar en este debatido tema, describamos el busto
de la <<Reina Mora>>, título que le adjudicó el vulgo tan pronto la
conoció.
Es un protomo de mujer laborado en piedra
caliza. Tiene una pátina de color moreno, en parte debido quizás a la
descomposición del enlucido polícromo que la cubría y del que aún quedan restos
de rojo acarminado en los labios, toca y manto. Mide una altura de 56 ctm es
decir, que corresponde poco más o menos al tamaño natural, cosa no frecuente en
la escultura ibérica, que se queda, por lo general, un poco bajo de él.
El rostro de la
dama de la Alcudia llama la atención sobre todo por la fuerte personalidad de
sus facciones. Nariz larga y delgada, de aletas breves, la boca cuidadosamente
modelada, de labios finos, cerrados, herméticos. El ligero prognatismo de la
mandíbula inferior, el pliegue vertical del labio superior y la ligera
asimetría del rostro acaban de caracterizar y personalizar su expresión.
Las mejillas enjutas dejan destacados los
pómulos, dándole una delgadez casi ascética y hasta enfermiza. Su mirada parece
abstraída en la contemplación vaga e inconsciente de algún objeto cercano, a
ello contribuye la posición de los párpados superiores, que caen pesadamente
sobre los ojos, disminuyendo su abertura
e imprimiéndoles esa mirada ligeramente
vaga, esa expresión meditativa, absorta, estática. Iba policromada como
hemos dicho, y los restos del color comprueban. Pero además, sus ojos tuvieron la pupila y el iris
postizos, probablemente de pasta o alguna piedra apropiada que no conocemos por
no quedar de ello más que el alvéolo que la contuvo.
La especie de
tiara puntiaguda que corona su cabeza hubo de estar montada sobre una armadura
o apoyo semejante a la <<peineta>> que aún usan las mujeres
españolas en ciertas solemnidades. Dicha armadura cubre con una toca o mantilla
que arranca de la frente y cuyos bordes están ornados de varios pliegues. Sobre
esta mantilla se ciñó una ancha diadema que sujeta la toca, ajustándola a la
cabeza y a la peineta; parece tejida con hilos de oro o plata, o hecha de
lámina de estos mismos metales.
A ambos lados del rostro y encuadrándolo
destacan dos grandes ruedas o rodetes, quizás <<estuches>>
metálicos de oro o plata, que debía de encerrar el cabello trenzado y enrollado
en espiral, según se ve en multitud de ejemplos similares no sólo de la
antigüedad, sino incluso en la Edad Media y Moderna. El círculo externo
presenta un disco central, rodeado concéntricamente por tres
circunferencias atravesadas por una
serie de dobles flejas o varillas radiales, que forman una serie de alvéolos de
gran efecto decorativo.
Para sujetar este aparatoso tocado, cuyo
peso había de ser de considerable, las ruedas o rodetes iban afianzados a la
diadema por medio de un doble tirante uniforme. En la cara interna de estas
ruedas, la decoración es la misma, salvo el aditamento de ciertas plaquitas
alargadas que coronan dos pares de volutas superpuestas que recuerdan cosas
fenicias.
De este raro elemento cuelga un manojo de
cordones largos y flexibles de los que penden anforillas. Unos cortes a modo de
sectores se abren en la parte posterior de las
ruedas que parecen destinados a sostener por detrás las alas de la
toquilla.
El manto cubre la espalda y hombros y cruza
por delante del busto, plegándose en ángulos escalonados. Bajo el manto se ve
cruzar el pecho una serie de pliegues sesgados que parecen pertenecer a una
especie de chal, bajo el cual asoma la túnica interior que se ajusta al cuello
por medio de una fíbula de anillo, conocida en multitud de originales.
La apariencia de corcova tan clara y tan extraña,
probablemente se debe a que siendo el peso de este complicado atavío
mayor que el que normalmente puede sostenerse, necesitaba para su equilibrio y
estabilidad un aparato que de ir apoyado en los hombros cubriendo toca y manto.
Sus collares son
tres y penden escalonados, sosteniendo una serie de piececillas colgantes, unas
parecen bullas y las demás anforillas, sin duda todo sería de oro.
La investigación ha puesto en claro que la
<<Dama de Elche>> es una más entre varios ejemplos similares y coetáneos,
hoy conocidos y oriundos de la misma región
Los hay de piedra, de bronce e incluso de barro. Hay también
representaciones figuradas en pinturas de vasos de idéntico origen y filiación.
La Dama de La Alcudia, no es pues, un hápax,
un unicum, aunque si sea una pieza excepcional entre todas las
de su especie.
Tanto en las esculturas del Cerro de Los Sanos (Albacete) y en los
broncecitos de los santuarios de Sierra Morena como en las figurillas de barro
de la Serreta de Alcoy y en los vasos pintados de Liria, hay evidentes
paralelos de este suntuoso y barroco tocado. Además al hablar de
indumentaria de las mujeres indígenas los
escritores griegos de época helenística lo describieron también en sus
distintas variedades. Artemídoros, sabio polígrafo griego que nos visita a
comienzo del siglo I antes de J.C dice
lo siguiente: << En ciertas regiones llevan collares de hierro con garfios que se doblan sobre la cabeza,
saliendo mucho por delante de la frente. En estos garfios pueden a voluntad
bajar el velo, que al desplegarlo por delante sombrea el rostro, lo que tienen
por cosa de adorno.
En otros lugares se tocan con una especie de pandereta (tympánion) redondeada por la parte de
la nuca y ceñido a la cabeza por la parte de las orejas, la cual disminuye poco
a poco de alto y de ancho. Finalmente otras se colocan encima de la cabeza una especie
de columnilla (styliskum) de un pie
de altura, alrededor del la cual enrollan sus cabellos, que luego cubren con un
manto negro. La descripción de Artemídoros, aunque un tanto imprecisa, es lo
bastante para darnos a conocer no sólo estos tocados, si no el modo de
llevarlos. El tympániom parece eludir a las ruedas, y el styliskon, sería la
armadura que explicase como ejemplo, el alto y el cónico tocado de las damas
del Cerro de Los Santos reproducidas aquí en la figura. Número 42.
Los collares de la Dama tienen también
abundantes paralelos, los muestran las figuras del Cerro de los Santos y del Llano de la Consolación figura nº 43 y los broncecitos de los
santuarios de Despeñaderos figura 125, que exhiben con frecuencia aderezos
idénticos o muy semejantes los que
exornan el pecho de la dama ilicitana. Es más, la suerte nos ha deparado la
posibilidad de poderlos ver y tocar en ejemplares reales, como procedentes de
la Aliseda, que forman parte de un lote de joyas de carácter fenicio, o los de
Galera (Granada), Carmona (Sevilla) y los aparecidos recientemente en San Lúcar
de Barrameda, en la desembocadura del Guadalquivir.
Estas joyas, todas de oro como lo serían
también las de la Dama, presentan una especie de <<bulla>> en forma
de lengüeta del mismo tipo que las que exhibe el busto. Algunas son joyas que
pueden fecharse aún en el siglo VII-VI, como las de la Aliseda, Carmona y
Sanlúcar. Otras han de ser posteriores. En todo caso, la moda de collares
múltiples con dijes pendientes estuvo muy extendería por todo el Mediterráneo occidental hacia los
siglos V-IV antes de J.C. Los hallamos
en la terracotas de los santuarios sikeliotas y cartagineses, principalmente, y
en España, en los hallazgos de Ibiza. Como se ve no hay
nada en la Dama de Elche que no conozcamos por otras figuras e incluso, en
piezas reales y tangibles.
Hay, empero, dos particularidades que son
hasta ahora únicas y privativas de la Dama; su forma de busto y la gran
concavidad abierta en la espalda figura 59. Respecto a la primera, en efecto,
no hay paralelo aducible en la plástica ibérica. Ya hemos dicho que las cabezas
y bustos del Cerro de los Santos parecen haber sido antes figuras enteras que
han llegado a nosotros mutiladas. Ésta debió ser la
regla en la que pudiera haber alguna
excepción que explicaría la hipótesis de que el busto de Elche haya sido
también un fragmento reutilizado de una estatua entera. Sin embargo, tal suposición, aunque
ingeniosa, no es viable, pues es evidente que la concepción del busto tal como
hoy la vemos, se muestra como una unidad tan cerrada que excluye toda
adaptación. Debió ser siempre un busto.
Ello plantea otro problema. El busto no es concepto que
haya nacido en Grecia, que concibió siempre al hombre como un todo indivisible.
Lo contario era una mutilación para la mente griega. Pero el origen del retrato
romano hizo posible tal concepto, apareciendo desde entonces esta forma nueva,
a la cual nos hemos habituado de tal modo que no reparamos en su monstruosidad
esencial.
Ahora
preguntémonos: ¿Tendría que ver la forma del busto en el protomo de Elche con
este concepto romano?. Tampoco es fácil despejar esta sospecha. Últimamente,
arqueólogos eminentes han querido suplir esta ignorancia, suponiendo que
la forma protómica de la Dama de Elche,
sería imitación de otras, corrientes en terracotas funerarias griegas y púnicas
de las que precisamente la necrópolis cartaginesa de Ibiza ha suministrado
muchos ejemplos. No cabe negar este antecedente, pero uno se resiste a admitir
que un arte menor y humilde como el de coroplasta, influyera en la escultura
monumental en piedra hasta el punto de imponerle una forma nueva y
completamente opuesta a la unidad formal e integral de la estatuaria clásica.
Sería un hecho tan insólito que habría que buscarle a su vez otra explicación.
En lo concerniente a la concavidad abierta en la espalda
no hay paralelos aducibles. Sin embargo, es posible que en él resida la
solución de muchos de los enigmas que plantea el busto ilicitano y entre ellos
el principal, el referente al destino o propósito d esta singular escultura. El
hoyo mide de diámetro 18 cm. Y de fondo 16. Hay que desechar la suposición de
que fuera el agujero preparado para una gafa que sujetara el busto a la pared. Su tamaño, su cuidada
labra y la ausencia de restos de cal y óxidos excluyen esta posibilidad. Sólo a
título de hipótesis ha venido sosteniendo que el busto en sí mismo pudo ser el
recipiente antropomorfo de las cenizas de un cadáver. Es decir, algo similar a
los <<canopos<< de Ciusi: unas cinerarias con la imagen del muerto
informando el recipiente. Sí, como parece claro, la Dama de Elche no es una
figura ideal, abstracta, sino un retrato más o menos individualizado,
tendríamos explicado con más razón el destino de este hoyo
y con él, el de todo el busto. Por otra parte,
conviene subrayar que el busto apareció protegido por unas losas puestas a modo
de caja, formando una especie de capilla u hornacina. ¿Sería una figura
funeraria al modo de las imágenes mayores romanas, destinadas como ellas a ser
custodiadas en armarios dentro de la casa?.
Aunque no
sea posible responder hoy a estas preguntas queda claro que no hemos de ver en
el busto de la Dama una imagen de sacerdotisa y menos de una deidad. No se
percibe en el extenso panorama religioso ibérico, hoy conocido a través de sus
esculturas y pinturas, nada que permita pensar en imágenes de culto ni en
figuras de sacerdotes o sacerdotisas. No
hay por el momento más que figuras de oferentes y exvotos figurados.
Todo esto
va estrechamente ligado al problema de su data. Sobre ella se mantienen todavía
criterios bastante dispares. Las deducciones inmediatas surgidas de la simple
contemplación de la Dama llevaron a los arqueólogos de comienzos de siglo a
fechar la pieza en los últimos tiempos del arcaísmo griego. El estilo de sus
paños, de sus plegados en zigzag, señalaban con claridad los primeros decenios del siglo V si no se
preferían los últimos del VI. Algunos, pensando que las modas griegas tardarían
algún tiempo en llegar y pasar, concedían un cierto retardo, admitiendo que la
Dama fuera incluso un producto del siglo IV. En todo caso siempre se juzgaba el
arte de la Dama como un derivado directo o poco mediatizado del griego y, en
consecuencia, había que aplicar a aquél las leyes de éste, ello era tanto como
juzgar el arte ibérico desde Grecia.
Las dudas más serias y más meditadas no han surgido sino medio siglo después de hallazgo ilicitano. Hoy día tenemos una idea más clara de la cronología del arte ibérico, y aunque no hayamos logrado aún una precisión absoluta, sí tocamos a veces la relativa. Hoy sabemos que las esculturas del Cerro de los Santos, los bronces de Despeñaperros, así como la cerámica de Azaila y Liria y las inscripciones ibérica y otras manifestaciones similares son fenómenos que se pueden datar entre el siglo IV antes de J.C y los comienzos del Imperio, sin que esto excluya casos aislados más antiguos, como las esculturas de animales teratomorfos que inducen a suponer, al menos desde un punto de vista tipológico, una data más antigua. Ahora bien; es típica en este ate la persistencia de fórmulas muy primitivas. Hay rasgos arcaicos aún vivos cuando el arcaísmo había sido superado siglos ha. El plegado de paños, plano y anguloso, no procede en la Dama de Elche, como tampoco en la Gran Dama Oferente del Cerro de los Santos, de influjos arcaicos griegos, (lo que sería tan fácil como peligroso deducir) sino de fórmulas
No creo,
por lo dicho, que haya una gran distancia cronológica entre la Dama de Elche y las piezas femeninas
del Cerro de Los Santos. Es más la Dama representa, a mi modo de ver, no el
comienzo de un arte, sino precisamente su fin, y ello tanto por la sabiduría técnica
de que hace gala como por la concepción general
preciosista y barroca. La Dama de Elche es el arte ibérico lo que el Laokoone
al griego; su broche final, su último alarde.
Al
conjugar todos estos datos y observaciones resulta probable la idea de que el
protomo femenino de Elche haya sido una especie de recipiente cinerario,
labrado para una dama ilustre que vivió al modo tradicional indígena, pero
dentro de un ambiente ya romanizado, tanto por el siglo y medio de ocupación
militar como por los colonos romanos deducidos. La idea del canopo y del
retrato en forma de busto pudiera obedecer a falta de antecedentes indígenas conocidos
a influjos de los colonos itálicos. La costumbre de conservar restos mortales
en la casa de los vivos está atestiguada en la península ibérica en la Lex
Coloniae
Genitivae Iuliae, dada por César
a Urso, precisamente por el tiempo en que pudo esculpirse la Dama, y es
recordada siglos después por San Isidoro de Sevilla. En cuanto a la vestimenta,
la Dama seguía la tradición ibérica y en las joyas el gusto barroco y un tanto
bárbaro de púnicos, iberos incluso griego popular y provincial.
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