Se vislumbró un majestuoso relámpago, cuya proyección hendió el plúmbeo cielo como una arista enrojecida y zigzagueante.
El rayo agujereó la agreste montaña, que se estremeció en un zumbido espectral, enervante y estentóreo, de explosión volcánica, y los rimbombantes ecos rebotaron en una extensa área, por valles, barrancos y abismos, cual si el orbe fuera a derrumbarse por inestabilidad.
Los gélidos aquilones silbaron removiendo espeluznantes tolvaneras, que astillaron las helicoidales aspas de los molinos.
Las nubes, vertiginosamente, se recogieron. Los pájaros, esquivando el turbión, se ovillaron acobardados, cobijados en las oquedades abruptas, y la tempestad en su apogeo turbulento, adquirió ambiente apocalíptico, hasta que el aluvión en tromba, cayó sobre caminos y atajos, inundándolos.
Anegó y desbastó ubérrimos vergeles y sepultó en la aldea las débiles covachas de adobes.
El mar embravecido, balanceaba una endeble corbeta de velas henchidas por el batiente torbellino, la cual fue a encallar en brusco envite o embestida en un escollo, que horadó el estrave o parte curvilínea de la quilla.
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