La escuadra más numerosa que se vio en aquellos tiempos partió de Laredo, conduciendo a la princesa toledana doña Juana la Loca, con rumbo a Flandes, donde casó con don Felipe el Hermoso, recibiendo la bendición nupcial en Lila, de manos del Arzobispo de Cambray.
Integraban
la expedición 130 bajeles, pertrechados con toda clase de bastimentos y con una
dotación de diez mil hombres.
Su madre
la Reina Isabel y el Cardenal Cisneros acudieron a despedirla a Laredo, en cuya
histórica bahía desembarcaron Carlos V en 1556, cuando después de haber
abdicado, se dirigía a Yuste.
Felipe
II, en 1559 al volver a España, y en 1577, la dama alemana Bárbara de Blomberg,
madre de don Juan de Austria. Un
horrible temporal hinchó las velas de los barcos y echó a pique varias de las
naves en su furibundo embate.
A punto
estuvo de zozobrar aquella en que realizaba la travesía doña Juana
Fue un
matrimonio desgraciado pues el veleidoso y liviano Felipe hizo objeto a Juana
de constantes desvíos y visible desamor y olvido. Ella locamente enamorada de su bigardo
esposo, se sumió en un hondo abatimiento que algunos juzgaron como perturbación
o locura desde que en tierra de Flandes, descubriera la primera infelicidad.
Una
ligera imprudencia dio fin súbitamente en 1506 a la existencia del Soberano. A los
veintiocho años, fue arrebatado por la muerte el gentil y mujeriego Felipe.
Doña Juana
no se apartó un momento del paciente en los seis días con sus noches
contemplando el cadáver.
Cuando se
trasladaron los restos embalsamados de Burgos a Granada, la atribulada Reina quiso
volverlos a ver, besando aquella helada y boquihundida faz.
Envuelta ella en su hopalanda, recorrió espontáneamente el largo itinerario, tras el fúnebre vehículo que transportaba el cadáver. Marchaban de noche, sin heraldos ni bullicio, atravesando las más insignificantes aldehuelas. De día, se rezaban funerales donde se hacía alto, sin que la celosa Reina consintiera que entrase en la iglesia mujer alguna.
Cerca de
Torquemada, mandó llevar las andas con la urna funeraria al patio de un
convento, que creía de monjes, más al saber que era de religiosas, al punto ordenó
que lo trasladaran a una aislada dehesa.
Doña Juana
vivió hasta 555
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