Córdoba, martes día 01 de octubre de 2019
Prostitutas de
mancebía EN LA SEVILLA DEL SIGLO XVI- XVII: izas y rabizas
En su estudio
sobre la mujer
sevillana durante los siglos XVI y XVII, la historiadora norteamericana Mary
Elizabeth Perry resalta la importancia social de las prostitutas y la
tolerancia de éstas durante siglos en su sociedad como "un mal menor"
ya que, sin su presencia, se pensaba que muchos hombres pondrían sus energías
en la seducción de mujeres honradas, en el incesto, la homosexualidad o el
adulterio. Esta era la doctrina cristiana que se fue elaborando desde el siglo
XIII en torno a la sexualidad y a la prostitución, considerada pecaminosa pero
necesaria.
La
prostitución se hallaba muy
extendida en Sevilla, sobre todo en los alrededores del puerto y en
determinados barrios de la ciudad, a extramuros. La política era de tolerancia
pero de segregación en lugares concretos; estos lugares eran las llamadas mancebías, que se institucionalizaron
para acoger y controlar a las mujeres públicas, es decir, a aquellas mujeres
definidas en las Partidas de Alfonso X como mujeres "que están en la
putería e se dan a todos cuantos a ellas vienen". Eran mujeres "que
ganaban por las tabernas e bodegones e otras partes", acompañadas
de rufianes y gente de mal vivir, cuya presencia era poco ejemplarizante para
las mujeres honestas y desestabilizaba la tranquilidad del vecindario por los
escándalos, riñas y robos que con frecuencia se producían.
La Mancebía
de Sevilla estaba en el llamado "Compás
de la Mancebía" -la actual zona de la Plaza Molviedro y
calles Castelar y Gamazo-, que entonces se extendía entre la Puerta del Arenal
y la Puerta de Triana, la muralla y una tapia que le aislaba del resto de la
ciudad.
Hacia el Arenal se comunicaba a través de un postigo -donde luego se alzó el Baratillo- y hacia la ciudad que contaba con otra puerta denominada "el golpe" donde había un portero "guardacoimas" o "guardapostigo".
Era un lugar bajo, que se anegaba con facilidad por su cercanía al río, por lo que se le llamó también "compás de la laguna ". La mayoría de las rameras se concentraban en el Compás aunque solían trabajar en la Resolana, San Bernardo, callejón del Agua, junto al Alcázar, murallas, Hoyas de Tablada y Triana, donde había menos vigilancia y más comodidad para estos entretenimientos.
Pero no
olvidemos que la Mancebía era mucho más que el lugar habitual de prostitución;
era el único espacio legal para ejercerla, casi una institución municipal, con
sus propias Ordenanzas y una Comisión de munícipes supervisores. Los
poderes públicos pretenden confinar la prostitución a un espacio claramente
acotado y alejado teóricamente de las zonas centrales de la ciudad. La política
municipal obedecía más a intereses de orden público que a intereses
económicos.
A diferencia
del caso malagueño, por ejemplo, la ciudad de Sevilla no ingresaba renta alguna
de la Mancebía, salvo la derivada del alquiler de algunas de las casas de la
misma que eran de propiedad municipal). Las palabras de los capitulares
sevillanos son enormemente elocuentes de la visión que entonces se tenía de la
prostitución clandestina:
Esta
preocupación por aislar el comercio carnal venía desde el siglo XIV, el
Ordenamiento de 1337, (Alfonso XI). Luego las ordenanzas de Juan II en 1411. El
24 de julio de 1416 es cuando el Ayuntamiento ordenó cercar la Mancebía en su
totalidad. A pesar de ello, el padrón de 1487 demuestra que numerosas
prostitutas residían fuera del Compás de la Laguna, una situación que fue
inherente a lo largo de la vida de la Mancebía.
En muchas
ocasiones se intentó trasladar la mancebía pero no se pudo
lograr hasta el siglo XVIII. El obispo de Esquilache, don Alonso Fajardo, había
querido ya en 1575 extipar los burdeles del puerto de la ciudad alzando allí un
convento de la orden agustina, "porque allí ay falta de otros
monesterios y la gente que allí concurre en el trato del río será muy
aprovechada". En 1576 se trató, por el Cabildo, la posibilidad de
trasladarla y en su lugar alzar el edificio de la Aduana.
Hubo acuerdos
al respecto, hablándose incluso de expropiar las casas pagándoles a los dueños
su valor. Por su parte, los Jurados de la ciudad solicitaron que la Mancebía no
fuera llevada muy lejos con el fin de poderla controlar. Un burdel extramuros
sería mucho más difícil de vigilar, aumentándose considerablemente los riesgos de
peleas, asesinatos, robos y otros delitos. Con estas razones, lograron detener
el expediente de traslado de la Mancebía.
A finales de
siglo hubo un nuevo intento de desalojo con el pretexto de edificar un
convento, pero no fue posible eliminar el foco. La política de saneamiento que
el Conde de Puñonrostro llevó a cabo en toda Sevilla afectó a la moralidad
pública, originando algunos cómicos sucesos. Pero lo más que se podía hacer era
controlar el número de rameras en determinadas fechas sagradas como la Semana
Santa, el Corpus y la Asunción; en estas fechas aumentaba escandalosamente la
presencia en Sevilla de izas y rabizas con otras venidas de localidades
cercanas. A finales de siglo, la presión del jesuita Padre León y los
congregados consiguieron hacer cumplir las ordenanzas de 1553 en el sentido de
estuvieran cerrada la Mancebía los domingos y días festivos.
Sobre el
número de meretrices, realmente no hay datos fidedignos. Algunas referencias
nos indican que fueron bastantes para aquella población. El viajero alemán
Diego Cuelbis fijaba en 30 ó 40 el número de mujeres desvergonzadas que vivían
en la putería. El padre Pedro León, que intentaba redimirlas, dice
que tenía unas 120 mujeres arrepentidas en centros de
redención (Casa Pía y Casas de Arrepentidas), que eran una pequeña parte.
Realmente podía haber una centena de mujeres en la Mancebía, pero no era
éste el único lugar donde estaban; el licenciado Porras de la Cámara estima en
más de tres mil las cantoneras en las calles de Sevilla en 1600, aunque esta
cifra pueda ser un poco exagerada:
"Lo que más en Sevilla hay son forzantes,
amancebados, testigos falsos, jugadores, rufianes, asesinos, logreros...,
vagabundos que viven del milagro de Mahoma, sólo de lo que juegan y roban,
pues pasan de 300 casas de juego y 3.000 de rameras, y hay hombres que con
dos mesas quebradas y seis sillas viejas le vale cada año la coima 4.000
ducados"
|
¿Y quiénes
eran sus clientes? Según el padre León los "contribuyentes" eran
de la ciudad, forasteros y campesinos que "en los días que huelgan
sus cuerpos hacen trabajar a sus tristes almas". La clientela
habitual consta meridianamente en un informe de la Comisión Municipal de la
Mancebía, cuando propone al Ayuntamiento la ampliación del calendario de
apertura del establecimiento basándose en lo siguiente:
... por ser mucha la gente que está fuera de ella
-de la ciudad- toda la semana trabajando, carpinteros y calafates, en la
continua labor de la maestranza, así de las naos de V.M. como de
particulares, que están en los puertos del Borrego y Horcadas, en el río de
esta ciudad hasta la de Sanlúcar de Barrameda; y asimismo marineros y
soldados que en el río de esta ciudad están alojados en muchas naos
extranjeras que continuamente tienen dado fondo en él, además de muchos
portugueses y gallegos que se ocupan siempre en la labor de las haciendas de
viñas y olivares que están en el Aljarafe y Banda Morisca, cerca de esta ciudad;
y ganaderos y pastores, de que hay mucho número.
Los cuales todos no vienen a esta ciudad sino los
días de fiesta, unos porque se ocupan de descargar y volver a cargar sus naos
y otros a cobrar sus jornales.
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En la
concepción cristiana, el acto sexual está permitido sólo si su único objetivo
es la procreación, si no se convertiría en pecado de lujuria.
Ya Tomás de Aquino, en su Tratado del matrimonio, establecía la jerarquía de
los pecados relacionados con él: es pecado mortal si existe el deseo de placer;
venial si es sólo aceptación resignada del placer y si éste se odia, no es
pecado. El rechazo del placer es obvio cuando leemos, en El Enquiridion o
Manual del caballero cristiano de Erasmo, la Regla XXII:
"Primeramente considera quán suzio, quán hidiondo y quán indigno en fin de qualquier hombre es un tal deleyte, que nos hace yguales y semejantes no solamente a las bestias comunes, mas a los puercos, cabrones y perros y los más brutos de los brutos animales." |
La falta de conocimientos
sanitarios y la promiscuidad de este colectivo la hacía presa ideal de
enfermedades venéreas. La primera noticia de la sífilis, el mal llamado
"mal francés", la dio en 1497 el jurado Diego de Guzmán, que denunció
ante el Cabildo la extensión del contagio entre las mujeres de la
Mancebía.
Los
capitulares se vieron sorprendidos por la nueva afección, contra la que no se
conocía de momento remedio alguno.
En 1504, el
Ayuntamiento hispalense tuvo que comunicar a los Reyes Católicos la pavorosa
expansión de las bubas entre la población, y ya no exclusivamente entre las
mujeres de la Mancebía.
En 1568 se produjo otra
epidemia a de sífilis que fue llamada el "contagio de San Gil", porque fue
en este barrio de la Macarena donde al parecer se inició .
Aseo de prostitutas en el siglo XVI
A pesar
de todo hasta las Ordenanzas de 1621 no se someterá a las mujeres públicas a un
control médico rutinario cada una o dos semanas, con cirujanos contratados por
el Ayuntamiento. Bien es verdad que desde los años setenta del siglo XVI el
Cabildo se había ocupado de que un facultativo revisase periódicamente a las
mundarias, pero parece que su labor fue más bien esporádica. Y es que en las
décadas centrales de la centuria la enfermedad empezó a perder su aura de
"maldición divina" gracias a los cocimientos del Palo de Indias
("palo santo" o guayaco) o las unciones mercuriales.
Durante la
segunda mitad del XVI, la Ordenanza municipal era fácilmente escamoteable; sólo
al final de la centuria se ejecutaba con más rigor, por la acción de los congregados abanderados
por el famoso jesuita Padre León.
En una inspección que se llevó a cabo en un burdel en 1620, se le
impuso al "padre" -así se les llamaba a las personas que los
regentaban- multa de doce reales por tener una prostituta sin la debida
licencia, y se le ordenó a ésta abandonarlo bajo pena de cien azotes. Otra fue
también obligada a abandonar el burdel porque estaba infectada y podía
contagiar a sus compañeras. También tuvo que salir una tercera por su avanzada
edad.
En cuanto
a precios es difícil conocerlos pero las rameras solían
ganar hasta cinco ducados diarios si estaban pasables y vestían bien (izas), o
60 cuartos si eran feas, ajadas y con defectos (rabizas). Es decir,
aproximadamente entre 240 y 1800 maravedís. Un servicio podía costar como la
cuarta parte del salario medio cotidiano de un operario o jornalero.
A
principios del siglo XVI se expidió en Toledo una Orden que mandaba refundir en
un solo volumen todas las Ordenanzas de Sevilla. Este trabajo fue impreso en
1527, en un volumen en folio, y constaba de 37 capítulos. Entre estos había uno
dedicado a las mujeres barraganas
y deshonestas . He aquí algunas disposiciones referentes a
la misma:
Adviértase que la ley no proscribía la prostitución
-más bien la legalizaba- sino que lo que prohibía era que se ejerciera en
cualquier lugar y que pudieran confundirse con las mujeres honestas; más
concretamente, prohíbe las casas de citas -monasterios-, porque allí
iban también las mujeres casadas. Llama la atención que en el mismo paquete se
metan las prostitutas y las concubinas, en particular la de los eclesiásticos;
todavía no se había celebrado el Concilio de Trento (1545) que condenaría taxativamente el
concubinato de los clérigos.
La ley establecía que una joven podía trabajar en un burdel de la ciudad
si podía probar que había cumplido ya los doce años; además debía ser
abandonada por su familia, de padres desconocidos o huérfana, nunca de familia
noble. Tenía que haber perdido la virginidad antes de iniciarse en las labores
del sexo y el juez, antes de otorgar el oportuno permiso, tenía la obligación
de persuadir a la muchacha. Tras este requisito, la joven recibía la pertinente
autorización para ejercer el llamado oficio más antiguo del mundo.
La labor de algunos clérigos como el padre Pedro León y hombres piadosos,
llamados "congregados", que trataban de convencer a las
prostitutas de que abandonasen ese género de vida, sembró la alarma entre los
"padres" a partir de 1580, hasta el punto que llegaron las
protestas al Ayuntamiento, por lo que consideraban una intromisión que iba
contra los propios intereses de la ciudad, y es que la mayoría de las casas de
la Mancebía pertenecían al Ayuntamiento, a hospitales o a instituciones
religiosas. Pero estas incursiones fueron el principio del fin de la Mancebía.
"Salveos
Dios, la gran Sevilla
mar de todos los placeres, refugio de mercaderes, joya del rey de Castilla..."
(Torres
Naharro, Bartolomé: 1485-1540)
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En algunas
ciudades andaluzas como Málaga se toleraban pues el poder municipal consideraba
que desempeñaban una función de utilidad pública, ya que la mancebía no era
lugar apropiado para determinados hombres pudientes que frecuentaban la ciudad
y deseaban conversar con mujeres, en particular mercaderes,
capitanes, maestres y patrones de navíos, así como otra gente de honra y de las
armadas reales. Sin embargo, como hemos visto en la Ordenanza del Ayuntamiento,
en Sevilla se prohibieron a primeros de siglo las casas de citas o "monasterios
de malas mugeres".
En la Sevilla
renacentista también recibieron el nombre de "mujeres enamoradas" las
cortesanas o "mujeres servidas". Son las que tradicionalmente han
sido denominadas como "mantenidas" o "queridas": mujeres
que dedican sus encantos a un solo hombre a la vez mientras éste pueda sufragar
sus gastos, su alojamiento y sus caprichos.
Tradicionalmente
fueron muy criticadas por los predicadores y teólogos, quienes la contemplaban
como un peligro mucho más amenazante para la estructura familiar que a las
rameras de burdel, ya que su trato supone una relación afectiva continuada, un
adulterio estable, un menoscabo para los herederos legítimos, un menosprecio
público de la sufrida esposa.
Igualmente graves eran las consecuencias en caso de haber "pescado" a
un joven soltero de buena familia: en ese caso, la cortesana, como las de la
parábola del Hijo Pródigo, no se daba por satisfecha hasta sacarle el último
maravedí de la herencia. El canónigo sevillano Ferrán Xuárez aprovecha su
experiencia en la ciudad para prevenir a los incautos, narrando las desventuras
de mozos que consumieron en dos meses lo que sus padres ahorraron en cincuenta
años.
Pocas pistas sobre su existencia han dejado en la ciudad estas prostitutas "estables"; pero la riqueza de muchas familias hispalenses, junto con la estancia permanente de prósperas colonias de forasteros, favoreció la floración de esta singular especie de tusona. A juzgar por un requerimiento real de 1515, parece que fueron los genoveses los más aficionados a instalar a sus queridas en casas del centro de la ciudad, quizá en imitación de las costumbres habituales en las ciudades italianas. El documento dice:
"...que en esa cibdad ay munchos ginobeses e otras personas
estranjeras que son casados e que tienen casas pobladas con mançebas e hazen
vida en uno..."
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El mayor
contingente de rameras clandestinas los nutrían las
No siempre
esta compañía procedía de los estamentos más bajos. Eran famosos en Sevilla
ciertos jóvenes conocidos como "gente de barrio", hijos de
buena familia, ociosos y holgazanes, que gustaban andar con las mujeres
de torpe vida. Un informe de 1583 del Asistente, Conde de Orgaz,
relata como la noche de Navidad se topó en la oscuridad de la puerta de la iglesia
de San Leandro con los hijos de dos de las más poderosas familias de la ciudad,
potentados mercaderes, los Vicentelo de Leca (antepasados directísimos de
Miguel Mañara) y los Corzo; obviamente no iban solos sino "que llevavan
ciertas mugercillas de mal trato". Sorprendidos sin querer por la
linterna del criado del Asistente, lo maltrataron e incluso le dieron una
cuchillada en la cabeza. El Asistente los mandó preso a las Atarazanas
proponiendo "apretallos y tenellos assí algunos días para que escarmentasen
y enmedasen la licenciosa vida que hazen".
Pero no sólo
eran los hijos de buena clase los aficionados a las busconas de la noche, sino
que, al parecer, también sus padres eran asiduos frecuentadores de algunas de
ellas.
Mediado el
siglo XVI la prostitución ya no era un recurso al que echaban mano sólo las
forasteras que llegaban a la ciudad. La pretensión de que la regulación de las
prostitución serviría para controlar a las mujeres malas,
segregándolas del vecindario para evitar que el mal ejemplo que daban cundiera
entre las buenas mujeres de la comunidad, había fracasado abiertamente. Ya no
se trataba de un vil oficio ejercido por mujeres estantes y
ajenas a la comunidad.
El recurso a
la prostitución y a la tercería, que siempre había sido un modo de remontar la
pobreza, se fue haciendo cada vez más habitual entre las propias vecinas,
quienes, a tenor de las ordenanzas sevillanas de 1553, acudían a la mancebía
para ganarse la vida sin el mínimo reparo, insensibles ante el perjuicio moral
que pudieran ocasionar a la familia y a la comunidad, en particular las mujeres
casadas y las hijas de vecinos.
Un caso real,
basado en el testimonio del escribano del Crimen de la Audiencia de Sevilla,
Cristóbal de Rivera (5-6-1581). Cuenta que el celo del Asistente, conde de
Villar, le había llevado a meter en la cárcel en vísperas de la Semana Santa de
1581 a unas 70 mujeres, acusadas de mala vida, pese a que algunas eran casadas,
otras doncellas y otras mujeres honradas. Claro que ni su condición de casada
ni su doncellez eran obstáculo para que vivieran deshonestamente, que era de lo
que se les acusaba. En la disputa, los alcaldes de la Audiencia estimaban que
debían de tener su casa por cárcel, aunque podían ir derechamente a la iglesia
si querían incitándoles a vivir honestamente y a no admitir hombres en su
vivienda, so pena de ser sometidas a la vergüenza pública y cuatro años de
destierro. Otras quedaron en la cárcel de
Sevilla, aisladas, posiblemente sin que nadie las defendiera, pues
los Procuradores de presos no ejercían su función.
Por
consiguiente, el esfuerzo de los legisladores promulgando ordenanzas para
intentar controlar el aumento de la prostitución urbana sólo serviría para
ocultar los aspectos más visibles y deplorables de un fenómeno social más
amplio e íntimamente relacionado con las estrategias individuales y familiares
de subsistencia, porque era una actividad económica que se nutría esencialmente
de mujeres pobres y desamparadas que para vivir y sobrevivir entraban y salían
de la prostitución del mismo modo que entraban y salían de otras formas de
trabajo, aunque para algunas de ellas esta circunstancia significaría una ida
sin retorno a los bajos fondos de la prostitución.
A esta
difusión incontrolable de la prostitución sevillana no sería ajeno el
puritanismo de la Compañía de Jesús a fines del siglo; la presencia de
los congregados, abanderados por el jesuita padre León, ahuyentando
los clientes de la Mancebía, intimidando a cuantos depravados se acercaban al
Compás de la Laguna, terminaron por arruinar la institución, aunque no era el
objetivo del viejo sacerdote. Había llegado el tiempo de la reformación
de costumbres, la nueva política moralista auspiciada desde la Corte y la
nueva estrategia de la Compañía ignaciana a primeros del XVII, que convirtió el
cierre del lupanar público en su objetivo; sólo queda la lamentación y el
recuerdo jocoso de nuestro divino Quevedo:
¡Oh mesón de las ofensas!, ¡oh paradero del vicio! en el mundo de la carne para el diablo baratillo ¿Dónde fue el pecar a bulto, si más fácil menos rico? ¿en dónde los cuatro cuartos han sido por muchos siglos ahorro de intercesiones, atajo de laberintos? Los deseos supitaños, el colérico apetito ¿a dónde irán que no aguarden el melindre o el marido?. |
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