lunes, 30 de enero de 2023

DON QUIJOTE DE LA MANCHA - CAPITULO III -PRIMERAS AVENTURAS ANDARIEGAS.

 

                                   DON QUIJOTE DE LA MANCHA

                                               


La del alba sería cuando Don Quijote salió de la venta tan contento, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Más viniéndole a la memoria los consejos de su huésped acerca de las prevenciones tan necesarias que había que llevar consigo, especialmente la de los dineros y camisas, determinó volver a su casa y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recibir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería.

 


   



Con este pensamiento guio a Rocinante hacía su aldea, el cual, casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo.

   

   

 No había andado mucho, cuando le pareció que a su diestra mano, de la espesura de un bosque que allí había, salían unas voces delicadas, como de persona que se quejaba, y a penas las hubiese oído, cuando dijo:

           - Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasione delante donde yo puedo cumplir con lo que debo a mi profesión, y donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos. Estas voces sin duda, son de algún menesteroso  o menesterosa que requiere mi favor y ayuda.. 

 

  

              Volviendo las riendas, encaminó a Rocinante hacía donde le pareció oír que las voces salían. A pocos pasos que entró por el bosque, vio atada una yegua a una encina, y atado en otra a un muchacho, desnudo de medio cuerpo arriba, de edad de unos quince años, que era el que la voces daba, y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un labrador de buen talle, y cada azote los acompañaba con una reprensión y consejo, porque decía:.

                              -La lengua quieta y los ojos listos

                                  Y el muchacho respondía: 

       - No lo haré otra vez señor mío; por la pasión de Dios que no lo haré otra vez, y yo prometo tener de aquí en adelante más cuidado con el hato de ganado.

          Viendo Don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:

-Descortés caballero, mal parece enfrentarse con quien defenderse no puede, subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza que la tenía arrimada a la encina donde estaba atada la yegua, que yo os haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo.    

    


 El labrador, que vio sobre si aquella figura llena de armas y blandiendo la lanza sobre su rostro, túvose por muerto, con buenas palabras respondió:

                     - Señor caballero, ese muchacho que estoy castigando es un criado mío encargado de guardarme una manada de ovejas que tengo en estos entornos, el cual es tan descuidado que cada día me pierde una; y porque castigo su descuido,  dice que lo hago de miserable, por no pagarle el salario que le debo.        

      ¡Ruin villano!, dijo Don Quijote, por el sol que nos alumbra que estoy por atravesaros de parte a parte con esta lanza. Pagadle presto sin más réplica, si no queréis  que os aniquile y al punto desatadlo. 



 -El labrador bajó la cabeza y sin responder palabra, desató a su criado, al que preguntó Don Quijote  que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve meses a siete reales cada mes. Hizo la cuenta Don Quijote y halló que montaban sesenta y tres reales, y dijo le al labrador que los desembolsasen. Respondió el medroso villano:


La dificultad está, señor caballero, en que no tengo aquí dinero: véngase Andrés conmigo a mí casa y se los pagaré un real sobre otro.

-¿Irme yo con él?, dijo el muchacho, ¡Mal año!. No señor ni pensarlo, porque, en viéndome solo, me desollará como a un San Bartolomé. -No hará tal- replicó Don Quijote, hasta que yo se lo mande para que me tenga respeto y con que él me lo jure por la ley de caballería, entonces le dejaré libre y aseguraré tu paga. Hermano Andrés replicó el labrador, dadme satisfacción de veniros conmigo; que yo juro por todas las órdenes que de caballerías hay en el mundo pagaros  como tengo dicho

 


Mirad que los cumpláis como lo habéis jurado, dijo Don Quijote, si no, por el mismo juramento os juro volver a buscar y castigaros, aunque os escondáis más que una lagartija, y si queréis saber quién os manda esto, para quedar más obligado a cumplirlo, sabed que soy el valeroso don Quijote de la Mancha, reparador de agravios y sin razones. Quedad con Dios y no se os olvide lo prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada.  Y diciendo esto, picó a Rocinante y en breve espacio se apartó de ellos. Siguiólo el labrador con los ojos y, cuando vio que había salido del bosque, volvióse a su criado Andrés y le dijo:

 


-Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar todo lo que os debo, como aquel reparador de agravios me dejó mandado. Pero por lo mucho que os quiero, deseo acrecentar la deuda por aumentar la paga.

 


Y asiéndolo del brazo, lo tornó a atar a la encina, donde le dio tantos azotes que lo dejó por muerto. Luego lo desató y le dio permiso para ir en busca de su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés se fue algo mohíno, jurando contar a Don Quijote de la Mancha lo que había pasad. pero, con todo esto, él partió llorando y su amo quedó riendo. De esta manera deshizo el primer agravio el valeroso Don Quijote, el cual, contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo y alto principio  a sus caballerías, con gran satisfacción de si mismo cundo iba caminando hacía su aldea. Y habiendo andado como dos millas, descubrió Don Quijote mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia.

 

Eran  seis y venían con quitasoles, con cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas los divisó Don Quijote cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura ; y por imitar en todo cuanto a él le parecía  posible los pasos que había leido en sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer

 


Y así con gentil continente y denuedo, se afirmó bien en los estribos apretó la lanza, acercó la adarga al pecho y, puesto en la mitad del camino, estuvo esperando que aquellos andantes llegasen, que ya él  por tales los tenía y juzgaba; cuando llegaron a  trecho que se pudieron ver y oír, levantó Don Quijote la oz y con ademán arrogante dijo: 

-Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo otra doncella más hermosa que la Emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso. 

 


Se detuvieron los mercaderes al son de estas razones y al ver la extraña figura del que las decía, echaron en ver la locura de este hombre, más quisieron ver con mayor quietud   en que paraba aquella confesión que se les pedía y uno de ellos, que era un poco burlón, le dijo:

 


-Señor caballero, nosotros no conocemos  quién sea esa buena señora que decís; mostrádnosla, que si ella fuere de tanta hermosura como significáis, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte nuestra,  no es pérdida- Si os la mostrara replicó Don Quijote. ¿Qué hicierais vosotros en confesar una verdad tan notoria?.

 


La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; y, de lo contrario conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia.

Que ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería, todos, juntos como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón que de mi parte tengo.-

 

Señor caballero  replicó el mercader, suplico a vuestra merced, en nombre de todo estos príncipes que aquí estamos, no carguemos nuestras conciencias confesando una cosa que nosotros jamás  hemos vista, ni oída , que nuestra merced sea servido  de mostrarnos algún retrato de es señora, aunque sea del tamaño de un grano de trigo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merced quedará contento y pagado; y aun creo estamos ya tan de su parte que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo, por complacer a vuestra merced diremos en su favor todo lo que quisiere.

 


-¡Canalla, infame, respondió Don Quijote, encendido en cólera, no es tuerta ni encorvada, sino más derecha que un Huso de Guadarrama. Pero vosotros pagareis  la gran blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad como es la de mi señora.  Y diciendo esto, arremetió con la lanza baja  contra el que lo había dicho. con tanta furia y enojo que, si la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante lo pasara mal el atrevido mercader.

 


Cayó rocinante y fue rodando su amo un buen trecho por el campo; y queriéndose levantar jamás pudo; tal estorbo y molestias le causaban la lanza , adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas, Y entretanto pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo desde el suelo.

 


- No huyáis gente cobarde, gente cautiva, atended  que no por culpa mía, sino de mi caballo estoy aquí tendido. 

Un mozo de mulas de los que por allí venían, que no debía de ser muy bien intencionado, oyendo decir al pobre caído  tales arrogancias, no lo pudo soportar sin darle la respuesta en las costillas, y llegándose a él tomó la lanza y, después de haberla hecho pedazos, con uno de ella comenzó a dar a nuestro Don Quijote, tantos palos, que a despecho y pesar de sus armas , lo molió como a cibera, o semejante a la  porción de grano que se echa en la tolva del molino. 

 


Dabánle  voces sus amos para que no le diese tanto y que lo dejase: pero el mozo estaba ya picado  y no quiso dejar el juego hasta desahogar por completo su cólera; y acudiendo por los demás trozos de la lanza, los acabó de deshacer sobre Don Quijote, con toda aquella tempestad de palos que sobre él caída, no cerraba la boca, amenazando al cielo y a la tierra y a los malandrines que tal le parecían.

 


Cansándose el mozo y los mercaderes siguieron su camino, llevando algo qué contar del pobre apaleado, el cual, una vez que se vio solo, tornó a probar si podía levantase; pero si no lo pudo hacer cundo estaba sano y bueno, ¿Cómo lo haría molido y casi deshecho?. Y aún así  se tenía por dichoso pareciéndole que aquella era propia desgracia de caballeros andantes, y toda la atribuía a la falta de su caballo, y no era posible levantarse, , según tenía abrumado todo el cuerpo.

                                                                               


FIN DEL CAPITULO III     

 

 


    

  

 

 

 

        

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