sábado, 4 de marzo de 2023

CUENTO I UNA PROCESIÓN DE SEMANA SANTA Y UNA CIUDAD DE MOROS Y CRISTIANOS

                           

 


     Una semana al año se celebraba la Semana Santa, conmemorando la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret él hijo del carpintero quien en su vida hizo muchos milagros, decían que era el Mesías, el ungido, el hijo de la encarnación de Dios hecho hombre, resucitando al tercer día                                después de su muerte.


Un fúnebre redoble de tambores rompía el silencio sepulcral callejero, los nazarenos llevaban la cara cubierta mediante capuces o caperuzas, portando  hachas o antorchas encendidas, como signo de penitencia, otros iban  cargados  sobre sus hombros con  pesadas cruces de madera, estas las arrastraban hasta llegar al suelo, otros llevaban enormes velones encendidos, ello requería tremendo esfuerzo, algunas persona iban descalzas en cumplimiento de alguna penitencia impuesta por propia voluntad, o dando gracias por los favores recibidos, no faltando penitentes que se fustigaban la espalda de forma reiterada con un azote de cuero, lo más benigno era portar un largo y pesado cirial en  una de la manos.   


 Los grupos de costaleros  llevaban el paso  a hombros era  una especie de gran trono tallado en madera policromada y dorada con pan de oro, allí arriba  iban colocadas las imágenes cual estatuas pétreas, que eran diseñadas por grandes maestros escultores que van desde la época del      Renacimiento y Barroco hasta nuestros días; la nómina de escultores    podría ser interminable anteriormente cité los más destacados del pasado y los mejores especialistas en el arte y manejo de la gubia. .

Las imágenes reflejaban en sus rostros tristeza, dolor y amargura por la muerte del Mesías. El paso iba exornado con bellísimos juegos florales que realzaba la belleza imaginera, en la parte de abajo iban colocados largos            varales sostenidos sobre los hombros de vigorosos costaleros, quienes obedecían la voz del capataz que dirigía el paso, estos les daban tan rítmico movimiento que las imágenes parecía que caminaban con todo verismo y por        propia voluntad, todo ello se hacía bajo un silencio sepulcral y con gran                                                solemnidad.   

A su paso por las calles de los  arrabales y barrios  paralizaban la circulación y marcha de los carros y carretas, igualmente de  las manadas de ganado caprino, boyal, caballar, mular y asnal que regresaba de pastar en las verdes praderas de  los entornos urbanitas, y de los trabajos agrícolas, la muchedumbre se apiñaba para ver con devoción el procesional desfile.  


Las ventanas  de las casas estaban colmadas  de fervientes observadores quienes solían echar una lluvia de pétalos de frescas  rosas  sobre las divinas imágenes a su  paso. A veces y de forma espontánea se oía algún cante saetero de buen timbre acústico para regalo del oído, estos cantes tenían una declamación y tono quejumbroso, lastimero y desgarrador, al momento de iniciarse el cante el paso y su procesional cortejo se detenía hasta finalizar la interpretación canora, la cual era premiada con un atronador y respetuoso aplauso, momentos después proseguía la procesión.   

Esta forma de interpretar el  cante de la saeta requiere notas y semitonos muy difíciles de interpretar, pasando a velocidad de vértigo de los tonos muy agudos a los graves, es necesario tener cualidades muy especiales para ese difícil arte de interpretación canora, sin perjuicio de requerir otros muchos valores que  exige dominar la muy importante  técnica de la respiración adecuada en evitación del  imprevisto ahogo por falta de aire en los pulmones o la vulgar desafinación.

           

Oh, la saeta, el cantar
al Cristo de los gitanos,
siempre con sangre en las manos,
siempre por desenclavar!
¡Cantar del pueblo andaluz,
que todas las primaveras
anda pidiendo escaleras
para subir a la cruz!
¡Cantar de la tierra mía,
que echa flores
al Jesús de la agonía,
y es la fe de mis mayores!
¡Oh, no eres tú mi cantar!
¡No puedo cantar, ni quiero
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en el mar!

 La saeta  por antonomasia es el genuino cante andaluz de Semana Santa, ello contribuye notablemente a exaltar la devoción y penitencia del fervoroso público asistente, como antes indiqué y para ser reiterativo porque siempre lo fui y lo sigo siendo, finalizada  su interpretación, el procesional cortejo reanuda y continúa la silente marcha, no sin antes hacer la “levantá” con tanto arte y gracia que arranca  una entusiasta y atronadora salva de aplausos. 


Como colofón de este desfile procesional va una banda de música quienes interpretan sonatas y marchas  que invitan al recogimiento y a la oración y al silencio, detrás les seguirán todo un río de fieles y devotos de la Cofradía, y por último también van  las autoridades más significativas e importantes de la ciudad alguno de los muchos caciques y caciquillos siempre prestos a sacar pecho y barriga ante la multitud. 


Pronto llegaron las reiterativas quejas del mundo musulmán,  solían decir que  no se podía soportar tanto ruido y tanta cosa rara, tanta gente paseando de forma confusa y desordenada mezclada con los viandantes vestidos con caperuzas negras,  ocultando el rostro, motivo de causar  verdadero miedo entre los transeúntes  callejeros, sobremanera a su paso por oscuras callejuelas de aquel dédalo laberíntico de intrincadas callejas sin mayor alumbrado que el ofrecido por la luna.

                      



Con independencia de todas estas extrañas costumbres de los mozárabes descendientes de los visigodos traían muchas y contagiosas enfermedades por su falta de higiene;  se lavaban muy poco, una sola vez al año, a pesar de la abundante agua procedente de los manantiales serranos conducidos hasta la ciudad a través de acueductos, acequias, canales y fuentes,  para más comodidad les hicimos letrinas  no siendo necesario defecar y miccionar al aire libre o en cualquier sitio como era su natural costumbre.

 LA MATANZA DEL CERDO




 Lo imperdonable era la insana apetencia en consumir carne de cerdo con verdadero apetito y glotonería, la religión de Alá  prohíbe absolutamente el consumo de la carne de estos animales y beber vino,  te contaré algo de su proceso.

 


Era entre los cristianos normal costumbre comprar  en el zoco estos animales, cuando eran lechoncillos juguetones, los criaban en el corral de sus casas,  los iban  cebando progresivamente hasta que reventaban de obesos.


        En las primeras calendas del mes de noviembre sacrificaban al animal para su consumo,  para ello  se reunía una cuadrilla de vecinos, unos seis o siete hombres cogían entre todos al pobre animal y lo inmovilizaban, no con poco trabajo, lo ponían atados de patas y manos en lo alto de una mesa de escasa altura, los pobres porcinos deban unos alaridos que escandalizaba al arrabal entero, seguidamente  le hincaban un enorme cuchillo por el cuello quedando el cerdo en estado agonizante, matarife o matachín según la zona llamaban al encargado de este menester, la sangre brotaba del pescuezo a borbotones siendo recogida  en un  gran lebrillo donde la dejaban coagularse, mientras tanto  otros se afanaban quemando las cerdas y demás pelos con hachones, produciendo fuerte olor a churruscado posteriormente los rasuraban haciéndole  una especie de afeitado hasta dejarlo tan liso como el fino  cutis de una damisela, mientras tanto las féminas vecinas preparaban todos los ingredientes en  una caldera con un revoltijo imponente de piñones, cebollas, ajos, pimienta,  clavo  y otras especias, mezclándolo todo, después  con la sangre hacían un laborioso  revoltillo para luego ir  elaborando  con mucha rapidez  aquello que ellos  llamaban de forma solemne  las morcillas y  los chorizos, a estos desventurados les  suponía gran festín y algazara, se daban unos tremendos atracones, además se hartaban de beber vino procedentes de unos  pellejos que les llamaban azumbres y no paraban hasta estar totalmente ebrios, ellos les   decían “las cogorzas”, como la cosa más natural.

 

     

Todo el cerdo  se consumía como gran manjar donde  participaba la vecindad entera para después darse  unas tremendas   comilonas colectivas gastronómicas que le llamaban con solemnidad la matanza.

Con la  carnaza del cerdo y pimentón formaban una especie de pequeñas pelotitas, todas enchufadas en ristra y embutidas en pellejos previamente  arrancados al animal, a estos productos les llamaban  chacinas, en definitiva chorizos,  morcillas y morcones.


Seguidamente despedazaban al animal en mil pedazos, su carne era consumida como algo de exquisito y  de fino gusto, evidentemente el comportamiento de estas personas en materia nutritiva  era muy parecido al de los buitres carroñeros cuando con ansiedad devoran su presa.


 A  las patas del porcino les llamaban jamones,  los solían secar por muy diversos y variados procedimientos siendo intenso  el tratamiento hasta alcanzar su curación, el clima frío y seco era propicio para ello, unos los secaban enterrados con cenizas, otros con granos de maíz, al aire libre de mil maneras lo hacían,  una vez secos los  solían colgar de un gancho siendo expuestos como verdaderos trofeos de guerra, se parecían a las piernas  de algún infiel cristiano cuando sus cuerpos eran exhibidos en las almenas de las murallas y castillos, de mil maneras lo hacían, 


Otra de sus raras costumbres consistía en no  descalzarse al entrar a la iglesia donde entraban calzados con abarcas, botas, zapatos o zuecos, los más humildes llevaban silenciosas esparteñas o alpargatas de yute, los zuecos eran unos enormes zapatones puestos encima de los que ya llevaban, impidiendo que el barro alcanzase al débil calzado que había debajo, no se reprimían en andar despacio y silenciosamente al objeto de impedir el choque del zapato contra el suelo produciendo un desagradable eco que rompía el sepulcral silencio del templo, esta gente se jactaba presuntuosamente con ademanes airosos y la cabeza levantada, no tenían ese respeto de bajar y humillar la testa en un lugar de culto, oración, meditación y silencio,  lo hacían como si entrasen a una fiesta formando estruendosos y extemporáneos ruidos, ellos mismos reconocían ser molestos y se llamaban a moderar el ruido y guardar silencio haciendo   un sonoro “chisss”.

Cuando defecaban las gentes del campo lo hacían al aire libre, estos solían   limpiarse  el ano con una piedra o un trapucho  después, lo guardaban en aquello que ellos llamaban la faltriquera y así no es de extrañar que luego desprendieran tan mal hedor. 

De  ahí vino el invento de la colonia, al objeto de moderar los pestilentes olores, también inventaron los abanicos para despedir hacia otro lado el mal olor bajo pretexto de hacer mucho calor.   

También habían otros que algunas veces lo hacían  en el corral de sus casas, luego  se desprendían de las inmundicias acumuladas que  ellos les decían el sieso a la zona anal, no solían tener la costumbre de darse baños de asiento con agua fresca o caliente  para asear tan recóndito lugar del organismo. 

Solían tener un vocabulario soez y soberbio, hablaban siempre en alto tono con voz de mucha gravedad y agudo tono, todos creían ser gentes de abolengo aunque se tratase del mismísimo señor Monipodio y su cuadrilla de habilidosos en el vil arte de hurtar lo ajeno, blasfemaban como verdaderos carreteros cuando se les atranca la burra en el cenagal y se resiste a seguir tirando, eso si tenían mucha fe en su  religión, no comprendo cómo siendo tan religiosos pudieran decir esos disparates que sobrepasaban la blasfemia, creo era  costumbre propia de su educación y modales.



Bebían vino en unos sitios que les llamaban las tabernas  se moleaban con mucha frecuencia y formaban grandes tanganas entre ellos, debido a los efectos vinícolas, fumaban desconocidas  yerbas de las que nosotros no acostumbramos a consumir, ellos decían que les  aportaba fe, esperanza, caridad, euforia, valor y fuerza en  la guerra, así como compasión con el vencido.
 

 Nada más tenían una mujer, de modo que cuando  veían la del prójimo se les ponían las orejas encanutás,  las miraban con descaro acosador,  tenían un sentido del humor muy raro, fíjate como será que cuando veían a un mosuelo solían desir ¿niño, tienes mucha mascaura de bellota en el capullo?, y todos los presentes se hartaban de reír,  esto quería decir si  acaso el jovensuelo tenía residuos  ínfimos de semen resecao en el prepusio del glandes, que tú sabes se suele acumular sobre todo  debido a la precosidad en la eyaculasión  involuntaria motivado por la erección del pene y su manifiesta falta de higiene, ¡¡¡que cosas tan raras tenían!!!, no les circundaban cuando nacían como establece la ley de Alá, algunos cuando ingresaban en el servicio de la milicia, les hacían un corte en el frenillo del pene, glandes o bellota que ellos le llamaban  “la operación de la fimosis” 

Otra rara y molesta costumbre era la de cantar bajo la ventana a altas horas de la noche a la mujer de sus sueños, iban acompañados de unos pocos amiguetes, a esto  le llamaban “serenata” aquello parecía una francachela nocturna despertando al vecindario en lo mejor del sueño, más de una vecina molesta les vaciaba el jarro de mear  desde lo alto del terrado con todos los orines.


Las mujeres circulaban por la calle con la cara destapada con todo descaro, y la melena suelta a los cuatro vientos sin  cubrir con el pañuelo, no usaban velo ni bulka, algunas usaban faldas muy estrechas y cortas ceñidas sobre las caderas que,  provocaba la mirada del transeúnte callejero, más de uno se cayó del camello al distraerse absorto fijando la mirada en el rítmico movimiento de los glúteos, había damiselas que lo hacían con tal gracia y tan gentil donaire que atrián la mirada de los viandantes.

Eludían nuestra amistad y mutua convivencia, buscaban la reyerta por cualquier cosa, no les gustaba fumarse una pipa de agua con el vecino en son de paz, ¿pero así se puede vivir?. Pasado algún tiempo los tuvimos que trasladar a “Trassierra” en evitación de peores males.    

Bueno, bueno, que cosas pasan en esta puñetera vida, al menos aquí no había gente de esa clase, nosotros todos éramos musulmanes de distintas procedencias como  sirios, egipcios, yemeníes, argelinos, libios y beréberes; árabes de la Arabia Saudí,  en verdad que pocos había, los problemas eran de distinta naturaleza, sobre todo por  las trampas que se solían hacer en los pesajes de las mercaderías, ello siempre fue costumbre muy frecuente en nuestra civilización, por ello tuvieron que reforzar la vigilancia con  almotacenes en todos los zocos.    



En la Orihuela del Señor y Cartagena también pasaban esas cosas estaban entremezclados entre cristianos, bizantinos, moros, visigodos, y judíos, entraban y salían por la costa con mucha frecuencia, cada cual campaba con arreglo a sus costumbres y  sus normas, vivían en sus barrios y rezaban sus oraciones según su religión y costumbres, de vez en cuando había alguna que otra  pendencia y enzarzamiento.

Cuando terminaron de construir la nueva ciudad, surgió el dilema de cuál sería  el nombre de ella, cuestión que resultó bastante discutida y discutible como siglos después diría  el Sr. Rodríguez Zapatero, el Presidente de la sonrisa a la falseta  del Partido Socialista de la Democracia española. Entonces el Emir un buen día al levantarse de la cama  dijera como un iluminao, se acabó, el nombre de la nueva ciudad será el de Medina Mursiya, cuando los de Orihuelica y Cartagena oyeron aquel nombre,  se reían  a casquillo quitao,  pues  más bien tal nombre  parecía derivarse de alguna chacina embutida y  fabricada artesanalmente con los restos mortales del cerdo,  normalmente conocido con el nombre de morcillas.

 

Para aclarar  cosas tan importantes y tan  serias y no permitir tal menoscabo en detrimento de tan apreciado nombre,  acordaron enviar un Bando escrito y hecho público por los correspondientes pregoneros de todas las pedanías y pueblos,  para general conocimiento, haciendo saber al pueblo oriolano y cartagenero que en  nuestro mundo árabe y creyentes de la  verdadera fe, tal  nombre quería decir La Afortunada, entonces estas gentes sobre todo los cartageneros sintieron  inquietud, curiosidad  y anhelante deseo de conocer la nueva medina,

                Monumento en Murcia a Abderramán II 

Al poco tiempo solicitó permiso un Jeque orcelitano para venir con su trupe a visitar  la nueva ciudad, fue un caciquillo llamado Yafar ibn Alí quien hizo la petición, por cortesía le fue concedido el permiso.





Un buen  día Yafar envió  un emisario anunciando la llegada de la gente del vecino pueblo oriolano, no se hizo esperar la visita, al día siguiente asomó el cortejo por el camino de Espinardo dejando atrás el Cabezo de Torres; en primera línea venía  unos seis o siete caballos de pura raza bellamente enjaezados, sobre ellos montaban esbeltos y bizarros jinetes como avanzadilla anunciadora.


A distancia de prudencia se distinguían  veinte buenos mulos dotados de magníficas  cabalgaduras, ensillados y embridados, siendo montados por la servidumbre, seguidamente 30 acémilas cargadas de impedimentas conteniendo multitud de albricias y  fútiles bagatelas para repartir entre la muchedumbre murciana, como símbolo de amistad y entendimiento. 


 


También traían varias y tranquilas mulas con jamugas a ambos lados, algunas llevaban literas y palanquines adornadas con cortinas de vistosos colores,  colchas y cobertores llenos de  multicolor y variado colorido, donde se ocultaban las mujeres de este jeque;  se detuvieron  a la altura de la Redonda, entre la vieja cárcel y la estación antigua ferroviaria de Zaraiche, allí acampó aquel numeroso séquito seguidamente procedieron a montar lujosas tiendas de campaña con amplios pabellones y tenderetes, más bien un zoco parecía aquello,  poco después todo quedó convertido en una especie de circo americano de los tiempos presentes y modernos, pronto la gente joven acudió a ver el atractivo  espectáculo, máxime al enterarse que regalaban juguetes, así nació la afición  de echar juguetes a los zagales en la fiesta del Entierro de la Sardina algunos siglos después.  

 


Bueno hombre, así al menos quedó bien aclarado aquello del nombre de la ciudad con esa acertada decisión de enviar el bando, pero sigamos con los cristianos te doy la razón,  eran estas  gentes de extrañas costumbres y con   muncho descaro, no está bien andar las mujeres por la calle sin velo, con la cara descubierta la falda bien ceñía y  enseñando los tobillos e incitando las miradas de los infieles haciéndoles berrear cual si fueran  ciervos cuando están en celo, pobres mundanos pecadores, estos comportamientos  me hacían recordar los rebuznos de un asno que yo tenía cuando oía el paso  del carro  del tío Antón el  de la huerta de Capuchinos, este iba tirado por una borriquilla, ¡¡¡que barbaridad como rebuznaba aquel asno, cuando de lejos  veía a la hembra de su misma casta!!!.

Bueno sigamos con nuestra conversación  y te prosigo contando cosas de aquella Murcia aborigen y primigenia, de modo que  hicieron el malecón  para contener las embestías acuíferas del río, por supuesto cuando por fin  llovía, amurallaron la ciudad, le pusieron siete puertas ahora   dicen los de buen caletre y mejor mollera  y me paice recordar que  se llamaban Al-Mumén, Al Muna, Al-Farikach, Al-Faradí, Ibn-Ahmad, Al-Yahuza y Arrixaca.

 También hicieron algunos torreones con sus revellines desde donde podían disparar flechas al enemigo, delante había un balsón con tres metros de profundidad cubierto de agua a pesar de su escasez, estaba protegido el paso por un gran  portalón, este se cerraba desde el torreón por una gruesa de doce docenas, de cadenas de crasa grosura,  al menos podíamos dormir tranquilos evitando la tentación de las gentes de armas de Orihuela y Cartagena, a quienes  no les sentó nada bien que la capital pasara a ser  la nueva Medina Mursiya,   ahora era  quien regia los designios de toda aquella extensa zona por orden del emir cordobés Abderraman II de la serie califal.

Para dar mayor empaque y aspecto señorial,  construyeron los Alcázares de Kibir Nasir y el de Siguir, la Mezquita Mayor  con su alminar y minarete  para el cantaor o almuédano, tres arrabales hicieron fuera del recinto de la población en terreno no cultivado susceptible de ser puesto algún día en producción, se agrupó al personal por gremios   en relación con sus oficios facilitándoles al menos  vivienda gratuita, también se mandó hacer una mezquita pequeñica en los suburbios y otra en los no muy lejanos  arrabales y en las alquerías de las huertas, al quedar bastante alejadas del conjunto de calles que componían la medina.

 Algún siglo después de su inauguración hicieron el Palacio de Darar Xarife,  este  sirvió de residencia a Sa´d Ben Mardinex, conocido como el rey Lobo de Murcia de las crónicas cristianas, este nombre tras muchos siglos sirvió de apellido a muchos millones de murcianos, también hicieron la torre de Calat-Majul en el Barrio de San Juan, junto al hospital del mismo nombre que allí hubo en el siglo XX.  

En Monteagudo construyeron  dos alcazabas con  sus  castillos, uno se llamaba al-Faray, (el famoso arqueólogo Torres Balbas lo identifica como el Castillejo), desde ese punto se divisa las proximidades de Orihuela, pudiendo esfisar al contrincante por si acaso se ponía en marcha, dando tiempo a calentar el aceite para la defensa,   por si las moscas y  les daba por venir en son de guerra los cartageneros y los oriolanos, el otro castillo tiene un nombre muy significativo se llama oficialmente Larache,  de momento aquí doy por finalizada esta narración con el cachondeo y guasa que estas cosas  requieren.

                                               


                                     HASTA OTRO DÍA. 

                                                    


                                  Córdoba, Abril de 1992

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