Por una ancha cañada, cuyo pavimento de pequeños guijarros muestra, en sus frecuentes baches, el descuido de los hombres, caminan, seguidos de sus gentes, dos magnates. Es una mañana tibia de octubre esa maravillosa transparencia que adquiere en la otoñada, cuando las lluvias han posado ya el polvo del estío. Señores y vasallos cruzan el páramo leonés. A la derecha del camino se extiende la llanura suavemente ondulada.
A su vista se ofrecen rastrojos que aún amarillean, barbechos que esperan la semilla, praderas, campos de lino, frondosas viñas que no brindan ya ya negros racimos entre sus verdes pámpanos, grandes choperas en la orillas de los ríos, y al norte, al fondo del paisaje, la silueta oscura de los montes lejanos.
La luz de la mañana permite divisar a la izquierda de la calzada que siguen los jinetes algunas míseras aldeas, cuyas casas de adobes, cubiertas de ramajes y de barro ya seco, apenas destacan ya del suelo, junto al camino un grupo de labriegos derrama la simiente en varias heredades vecinas, mientras mientras otros rústicos con sendas parejas de bueyes, y hunden la reja en el barbecho y cubren el grano con los nuevos surcos.
Son juniores o tributarios de Santa María que prestan las naturales sernas otoñales, es decir las obligadas jornadas de trabajo que han de realizar varias veces al año en las tierras cuyos productos íntegros para sus cellarius o ganaderos de la iglesia de León.
Los desconocidos caballeros caminan en dos potros, uno castaño y otro bayo. Al cruzar el Porma les alcanzan unos mercaderes judíos que traen en sus recuas ricas preseas eclesiásticas de Bizancio, sedas tapices y brocados del oriente islamita o de la España musulmana, y otros varios productos adquiridos a bizantinos y andaluces. Han traficado con existo en Castilla.
Doña Abba, nuera del Conde Don Fernando, les ha comprado algunas almuzallas o cobertores, varios paños, dos dalmáticas, un casulla y dos frontales greciscos.
Han vendido más tarde algunas piezas hispánicas o hispanoárabes en Sahagún y van a León después de haber tratado de comerciar con las comunidades, aún más pobres de San Miguel de Escalada y de San Pedro de Eslonza.
Es cuarta feria de Mercurio, como decían los romanos y caminan de prisa para llegar al mercado en buena hora. Acomodan los hebreos la marcha de sus cabalgaduras al paso de los caballos que montan los magnates, y platicando los mercaderes y jinetes, son todos latinados y se acercan a León.
Dos cosas han sorprendido a los judios en su viaje, las manos del Conde Don García y la iglesias de San Miguel. Nunca habían visto manos de varón más blancas, ni más bellas.
Conocían Córdoba, Toledo, España entera y, sin embargo,vienen impresionados por la sencillez y armonía de líneas de la iglesia de Escalada.
Tienen grabado en la memoria el extraño recuerdo de las finas manos de don García, y viva todavía en la retina la imagen del templo consagrado al Arcángel, en el repecho de aquel cerro pelado que ve recorrer a sus pies el anchuroso Esla.
El dialogar ameno acorta los caminos, han cruzado ya el Torio por un viejo puente y han adelantado a varios labriegos del alfoz que montados en las ancas de sus asnos, llevan en sus cuévanos o cestos, nabos, ajos, cebollas y castañas, y a varios campesinos de Mcellarios, que también caballeros en pollinos, traen a León carne, sebo y cecina.
Una lenta carreta de bueyes cargada de madera, como los labriegos, rezagada, y llegan al mechado. Apiñada muchedumbre de gentes se estruja, grita, discute, gesticula. Los colores vivos de las túnicas o sayas de las mujeres, y de los jubones, sayos y mantas e los hombres destacan sobre el fondo gris oscuro de los lienzos que empieza a dorar el sol del mediodía. Se oyen voces humanas, sonar de esquilas, mugidos y relinchos.
Los judios avanzan como pueden por medio de aquella masa en que se funden hombres, bestias y mercaderías. Las gentes armadas que acompañan a los dos caballeros se desvían hacía saliente para entrar en León por la Puerta del Obispo, solo queda junto a ellos un su siervo que con treinta vacas, un toro y dos perros, que les habían comprado Froila y su mujer por unas tierras.
Los próceres cuyas huellas seguimos se detienen en el teso (recinto ferial de ganado), dos leoneses comen grandes rebanadas de pan y refrescan la garganta empinando una bota llena de vino rascante del país.
Celebran el alboroque con que acaban de cerrar el trato,. el que con el rostro más alegre ha vendido al otro una yunta de novillos, son dos hermosos animales, uno berrendo y otro blanco, ha recibido por ello veinte sueldos, está satisfecho de su venta, un compadre ha vendido tres bueyes óptimos en doce sueldos y a lo sumo por dos bueyes, con su atondo ((arreos ) y su carro, se han pagado en el mercado último quince sueldos romanos.
Supera incluso el precio por cada uno de sus novillos al de seis sueldos en que se ha mercado un buey negro de su dueño. Y se explica por ello el regocijo del afortunado vendedor que obsequia con su bota a los testigos del éxito.
Junto al grupo que come, bebe y ríe vende una vaca preñada en doce sueldos, un campesino pide cuatro por un cerdo cebado, se compran cien ovejas, en cien sueldos, una cabra por un modio de trigo, se tantean potros,mulas, yeguas y un pollino.
Los dos jinetes misteriosos vuelven a detener sus pasos. ante un corro que presencia interesado de un feo potro de color morcillo. el comprador es un villano de Castrogeriz venido de León a liquidar la herencia de una tía, ha vendido un herrén un linar y su parteen unos molinos del Torio, y es tal su importancia por convertirse en caballero que no espera volver a su tierra para comprar caballo. Ha obtenido unos sesenta sueldos por esos biene , divisas o partija que le había tocado al repartir con sus hermanos la herencia referida..
La cifra de los sesenta sueldos es reducida. No le permite adquirir un
buen caballo, que se cotiza a muy altos precios en todos los mercados del reino
de León. El caballo es indispensable para la guerra con el moro y alcanza un valor elevadísimo en proporción al conseguido por las demás especies de animales.
Después de la batalla de Simancas en que perecieron tantos brutos y jugaron tan decisivo papel los jinetes cristianos, los reyes distinguen a los caballeros con marcada preferencia, la demanda de cabalgaduras ha crecido y es más difícil adquirir una de ellas.
Un gallego unido al grupo que presencia el trato refiere en este punto que ha visto cambiar en su tierra por ocho y por seis bueyes, un caballo castaño y otro bayo como los que montan los dos incógnitos jinetes. No aceptarían ellos un cambio semejante. Exigirán de diez a doce bueyes como mínimo.
El aspirante a caballero ha apalabrado ya una silla gallega de
altos borrenes en diez sueldos, pero se pude emplear los cincuenta restantes en
mercar el caballo, porque necesita adquirir el atondo propio de todo
caballar, y ha de comprar aún: cabezada, pretal, riendas,
freno y ataharre, para completar los arreos de la cabalgadura, y escudo,
espada y lanza, para el equipo personal. .
Ha encontrado un potro morcillo huesudo y con mal pelo, por el que dueño le pide treinta sueldos. No le satisface la estampa de la bestia; pero con la esperanza de engordarlo y forzado por el exiguo de su caudal, discute de modo peregrino con el dueño del potro para alcanzarlo más barato. El trato dura, el vendedor a quien le urge la venta, pues la ruindad de la cabalgadura es imagen de la pobreza de su dueño, cede al cabo; y el nuevo caballero de veinte sueldos galicanos por él.
Más allá los dos desconocidos ven pagar cien sueldos por un mulo a un siervo del obispo, quince po una yegua a un infanzón del conde que gobierna Luna, so pendidos admiran un caballo bayo de alta alzada, estampa y pelo de uno de los suyos, por el que le entregan también hasta cien sueldos.
Se apean de las cabalgaduras, las coge de las bridas el siervo que los sigue, abandonan el teso del ganado y se dirigen al Arco del Rey o de Palacio para entrar en la ciudad.
No es empresa fácil abrirse paso por medio del mercado. Como las gentes de León han de proveerse en él de semana en semana de todo lo preciso para el vivir diario, y aún de lo superfluo, que como indispensable le reclama también el regalo y adorno de su persona y casa, la ciudad se ha vaciado toda en la explanada, mirando al mediodía , fuera de las murallas.
Hay algunas tiendas dentro de la cerca que ciñe la agrupación urbana, pero unas se han abierto para remedio de los más pobres, cuya penuria no les permite hacer acopio un día a la semana de los más necesario, y otras han surgido al calor del lujo, para ofrecer a los ricos que viven o vienen a León, pan tierno bocados exquisitos, carnes frescas, joyas y bellos paños.
Ni aquellas por lo mísero, ni éstas por los escogidos de los productos en que trafican bastan el aprovechamiento de la ciudad. El número de todas es además, pequeño, no llegan tal vez al de los cuatro Evangelistas, y el vecindario acude todos los cuartos de feria al mercado, a vender y comprar que poco dejan de ser a la vez mercaderes y consumidores.
Unos venden las galochas, abarcas y zapatones que han fabricado durante la semana, para comprar nabos, sebo, pan, vino, una pierna de carnero, cecina de vaca o de castrón y, si los hay, algunos lomos y otros el trigo o el vino que les sobra, cabezas de ganado menor, lino, legumbres o alguna res envejecida en el trabajo o desgraciada en accidente fortuito, para adquirir rejas de arado, espadas y monturas o para mercar sayas, mudas de mesa, tapetes y plumacios.
A vender y comprar acuden al mercado también los aldeanos del alfoz e incluso los ricos propietarios laicos y los numerosos monasterios de la campiña leonesa. Lo reducido y lo disperso de sus pobres dominios, por lo general grandes tan sólo en parangón con las pequeñas parcelas que poseen los más de los labriegos, les impide vivir de sus propios recursos y les fuerza a enviar a sus popaos mayordomos o villicos a León las cuartas ferias.
Ni aún los más poderosos pueden hartarse a sí mismo económicamente necesitan vender los sobrantes de sus cosechas o de sus ganados para adquirir enseres de labor o de casa, prendas de lujo, armas, arreos de caballo o productos alimenticios de comarcas extrañas. Se mueven por tanto sin remedio, dentro de la órbita comercial de la ciudad vecina, y con frecuencia, de una parte sus bolsas bien repletas y otras sus gentes , sus ganados o sus carros cargados de cereales, de legumbres o de frutas, constituyen a hacer del mercado leonés centro de contratación importantísimo, por el que no se puede marchar sin embarazo.
Al dejar atrás el teso del ganado cruzan primero nuestros incógnitos amigos po entre algunos labriegos y varios mayordomos de diversas iglesias y magnates que, al socaire de sus asnos, o al pie de sus carretas, venden, en sacos, cebada, centeno y mijo. Cuando pasan por frente a los criados del monasterio de Abelaire, ven medir a una panadera de León varios modios de triga a sueldo el modio, como también la oveja valor equivalente al sueldo, y a menudo han visto pagar en modios o en ovejas, tierras, ganados o mercancías ajustados en sueldos.
Más allá atraviesan entre los hortelanos de la ciudad y del alfoz, para gozar de la sombra el sol calienta hoy después de haber estado oculto entre nubes varios días, los hortelanos han armado sus miserables toldos. Han clavado en el suelo gruesos troncos, han cruzado dos ramas por agujeros abiertos en los palos, unos dedos antes de su remate superior, y han tendido. sobre las dos varas aspadas, su sucio pedazo de lienzo moreno.
Bajo estos tenderetes en grandes banastas hechas con delgadas tiras de castaño, haya o sauce, o en cestos, cuévanos, carguillas o talegas de mimbre, ofrecen manzanas, ajos, cebollas, uvas, higos, peras, castañas, nueces y otras mil frutas y hortalizas diversas. empiezan ya a venderse nabos tempranos, alimento fundamental en todos los yantares leoneses y de los que hacen por tanto gran acopio las mujerucas de León, vestidas de ordinario con sayas bermejas y amarillas.
Un hombre al servicio de los canónigos de Santa Moria elige ahora en uno de los puestos referidos los mejore higos que ha logrado encontrar en el mercado. No son para la mesa del capítulo, sino para la del monarca, pues mientras el soberano habita en la ciudad han de proveerla de higos y de postre los capitulares de León.
El sayón viene recaudando la maquillas del rey, los derechos que pertenecen al monarca, impuesto que pagan cuantos llevan algo a vender al mercado de León las cuartas de ferias. Por cada carreta de nabos exige tres denarios, uno para la carga de cada pollino y un puñado de nabos a los labriegos que vienen a pie con las alforjas llenas. Por cada carro de ajos o cebollas toman veinte ristras de ocho cabezas, diez ristras por la carga de un asno y cinco por las de un peón, y en proporción análoga, cobra maquillas de las castañas, persa, nueces y demás productos que se venden en aquella zona del mercado.
Desde allí se encaminan hacía poniente, donde se agrupan pellejos de vino de Toro y de aceite de Zamora, traídos de las márgenes del Duero por recuas leonesas, varios sacos d sal, venidos a lomos de pollinos desde las salinas de Castilla, ramas de urce para encender el fuego, sebo, cestos con gallinas y palomos, cera, miel, pimiento, grandes patos, queso,sícera, es decir sidra del país de Asturias y numerosas grullas, que crían para el mercado de León, las gentes de una aldea vecina, los moradores de Grullaríos .
El sayón cobra una emina por cada carro de sal, un sueldo y una olla de vino por cada carreta de pellejos o cubas, quince cuartillos a los vinateros por la carga de cada asno, y así de la cera, grullas, gallinas, y palomas.
Los pellejos de aceite están ya desinflados, no viene ya aceite de León a toda las curtas de feria, sino de tarde en tarde, y el día que parecen en las recuas de Zamora y en la pineras horas del mercado se lo disputan los siervos de cocina del obispo, del conde, de palacio y de algunos magnates.
La disputa se explica; no siempre fácil proveerse de manteca en cantidad bastante, es insufrible el sabor del sebo en las comidas, y de gusto en ellas el aceite de olivas que el de linaza de uso muy normal procedente de Orbigo y que el nueces fabricado en el país o traído de Asturias, pero también difícil de encontrar y adquirir.
Hoy se han terminado los pellejos venidos de Zamora más temprano que
nunca, porque unos hombres procedentes del Monasterio de Escalada, han acudido de mañana al mercado y han adquirido
cuanto aceite han podido cargar en las carretas.
Mozárabes aún algunos monjes de aquel claustro y acostumbrados al
aceite andaluz o toledano, por todos los medios a su alcance
pesquisan el rico producto de aquellos luminosas campiñas que les
vieron nacer
Resguardos
por toldos parecidos a los usados por los hortelanos, los industriales de León
y su alfoz, venden hacía saliente del mercado, diversos utensilios de uso
diario en las casas de los artesanos y de los labradores, de la ciudad y
de las aldeas.
Sentadas detrás de sus cántaros, ollas, pucheros, barreños y
cazuelas de barro rojo vidriado en
su interior, unas mujeres de Nava de Olleros, cejijuntas de pómulos salientes,
pelo entrecano y Olleros,
cejijuntas, de pómulos salientes, pelo entrecano y tez quemada esperan comprador a sus cacharros
A su lado otras mujerucas de Tornarios venden zapicos
o jarros y platos, fuentes, dornas y herradas de madera. Junto a ellas uno
mozo, de manos ennegrecidas y de rostro ahumado, ofrecen instrumentos de
hierro, acero y cobre y herrados de madera.
Sobre mantas raídas tienen hachas, hoces, azadas, azuelas,
candados, cuchillos y tenazas amontonadas, junto a las
mantas hay varias rejas de arado y delante varias filas de morteros, trébedes,
cuencos y calderos entre los que figuran de latón.
Un siervo de cocina del obispo, que ha comprado entero un pellejo
de aceite, elige en este instante unas enormes trébedes y un rústico de la
población de Órbigo trata de convencer a Domingo el herrero, de que gana, al
cambiarle por una carga de nabos y de trigo un caldero, un hacha, y
una reja.
Inmediatos a los puestos de olleros y torneros varios aldeanos de
Sejambre ofrecen trillos, carros, bieldos, manales para najar el
trigo y forcados o carretas, junto a ellas algunos artesanos de
Rotarios, las típicas carretas, las típicas ruedas leonesas
que fabrican sin radios, con trozos de madera ensamblada, y que venden sueltas o
emparejadas por un eje.
Un
hombre del barrio de Bebetria que habita junto a San Félix del Torío, entrega
en este puesto tres sueldos galicanos de plata por una carreta de madera de
sólida y fuerte construcción. El vendedor elogia al comprador la
calidad de la mercancía y le garantiza que le ha de advertir las
excelencias de su carro al escuchar el chirrido armonioso que su rodar
produce
Más allá hay varios arrieros del Consejo de Arbolio ajustan unas botas para vino,tantean cueros de buey así como de caballos, regatean unos foiles cabrunos o pellejos de cabra que ya precisa renovar por el desgastado uso que ya precisa en aquellos frecuentes viajes de sus recuas.
A dos pasos unos
labriegos de Toletéanos, miran, remiran, palpan y vuelven a palmar, varias
tiras ancha de cuero que le llaman tórdigas, es decir correas que sirven
para atar el yugo del carro a la lanza, varias melenas para adornar la testuz
de los bueyes y algunas sogas, coyundas y cabestros que penden con soberbias
tórdigas y melenas de un palo
Son los puestos de los talabarteros, que ofrecen asimismo .bridas, sillas y albardas. Allí encontramos al nuevo y como tal henchido y gozoso caballero del potro morcillo, que está pagando en este punto y ahora en dinero. la diez de la silla adquirida y otros varios importes de los arreos para su cabalgadura.
El talabartero, a presencia de todos,
prepara una pequeña balanza que le presta uno de los zabazoques o inspectores
del mercado, allí presente y se dispone a pesar los denarios
romanos, los sueldos galicanos, los dirhenes moriscos y los demás pedazos
de plata que entrega por la silla, el pectoral, la cincha y unas
brida el caballero recién improvisado..
Cirulan por León monedas del hispano musulmán, con que comercia el
reino y a la par las viejas piezas galicanas o romanas que alza el arado
de la tierra a cada paso. Más no bastan los dirhemes de Córdoba,
los sueldos de Galicia ni los denarios romanos, y aunque con frecuencia se acude
al trueque directo de objetos, como éste no es siempre
suficiente y los reyes leoneses no acuñan numerario fuerte es admitir en los
pagos todo trozo de plata y pesar la moneda, para igualar de algún modo los
diversos instrumentos de cambio.
El aspirante a caballero ha apalabrado ya una silla gallega de altos berrones en diez sueldos, pero se pueden emplear los cincuenta restantes en mercar el caballo, porque necesita adquirir el atondo propio de todo caballero, y la de comprar aún la cabezada y el pretal.riendas, freno, y ataharre, para completar los arreos de la cabalgadura y escudo, espàda y lanza para el equipo personal
Abarcas y zapatones en hilera esperan al comprador en el puesto de al lado, más allá pieles de conejo, cordero, ardilla y comadreja penden de sogas sujetas en dos álamos blancos, y enfrente echados sobre arcones, tendidos sobre lienzos en el suelo o colgaos, también sobre varias sogas atadas a otros árboles, se ofrecen a la venta; sayas, mantos, camisas, telas para plumacios o colchones, galnapes, es decir mantas o cobertores, paños diversos y tapetes de cama.
Tres, cuatro, cinco, seis, siete y hasta ocho sueldos se pagan por
varias pellicas de conejo, comadreja o cordero; tres por un tapete,
ocho por galnapes o cobertores, cinco por un manto azul tres modios de
trigo por un largo sayal, treinta por una rica saya carmesí y quince
sueldos por una saya bermeja de lana, saya de habí, como dicen
los vendedores, de abolengo mozárabe, que aún emplean vocablos aprendidos
en tierras de Toledo.Los compradores infanzones, clérigos, caballeros o labriegos de la ciudad y del alfoz traducen enseguida en ovejas o en bueyes los precios indicados.
Para ellos una piel vale de cinco a doce ovejas, un galnape, o quenable o cobertor, de cuatro treinta. y una saya. de de tres a siete bueyes.El valor de las tela es pues, considerable, en parangón con las diversas especies de ganado y, como consecuencia , las transacciones son escasas en aquellos puestos de mantos y tapetes. La gente hilan y tejen de ordinario en sus casas para satisfacer con mas o menos gusto la satisfacción, la necesidad apremiante de vestirse con más o menos gusto, ella les fuerza a adquirir piezas que no es posible elaborar en sus hogares o les incita el lujo, acuden a las tiendas de intra muros o al mercado y vacían sus bolsas en manos de tejedores o alvendalarios, También cobra maquillas el sayón en esta zona del mercado.
Los magnates a quienes seguimos al principio, después de haberse
detenido ante diversos grupos, correspondido a mil saludos y
tanteado unas recias espadas de
acero bien templado, llegan a hora a dos pasos del arco abierto en uno de los
lienzos de la vieja muralla y se disponen a penetrar por el de la ciudad
más antes de que hayan logrado su propósito les detiene en su marcha un tumulto
lejano, cuyo rumor parece llegar hasta ellos del teso del ganado. En
abrir y cerrar de ojos quedan solitarios en sus puestos ceros, curtidores,
tejedores y talabarteros.
La multitud corre curiosa hacía el lugar de la disputa. La siguen nuestros caballeros y en un vuelo se encuentran transportados al borde de aquella faja del mercado donde hemos visto vender bueyes, mulos, potros y caballos. Muchedumbres de gente se agrupa en medio de unos prados, comen beben en ellos tumbados en la hierba, varios arrieros y algunos campesinos que han vendido ya el vino o el aceite, la cebada o el trigo, traídas por recuas.
Se alzan del suelo al escuchar las voces; más temiendo una espantada del ganado, no se unen a la curiosa multitud por no desamparar en el tumulto o los asnos y los bueyes que pastan juntos a ellos, y por no exponer a un posible peligro las pequeñas, despaciosas y chirriantes carretas que yacen tristes y abandonadas de sus yuntas.
Cuando los viajeros logran abrirse paso hasta el centro del grupo que pregunta discute, escucha y contradice y encuentran los zabazoques el sayón oyendo a un hombre que empuña en su mano diestra una espada desnuda, mientras sujeta con la izquierda la brida de la yegua.
Un
viejo judío leonés tiene también fuerte y nerviosamente asida con su huesuda
mano la cabezada de la cabalgadura. El hombre de la espada, un infanzón del conde Luna, a órdenes del rey, el
judío y su gente habían intentado apoderarse de su bestia, y encendido su
cólera hasta el punto de haberse visto esforzado a arrancarlos con
su espada.
El
hebreo, sin soltar su presa, traza con palabras que quieren mover a composición,
un largo hipócrita y divertido relato de cuitas. El infanzón es flaco de
memoria. Ha olvidado los favores que le dispensó en uno de los postreros años
que había sufrido la ciudad, cuando remedió con sus hambres miserias con cuantiosos préstamos
Ha
llenado su bolsa al servicio del señor Luna, compra cabalgaduras en
el mercado y gasta y triunfa y trata, sin embargo de burlarle una vez más.
Pero esta no se escapa,
le ha perdido su yegua para obligarlo a comparecer con él a juicio y pide
a todos ayuda para obtener justicia. El sayón le pregunta cómo no ha esperado a
otra ocasión y se ha atrevido aprender a su deudor en el mercado, y el hebreo
responde con asombro fingido, que no le ha prendado en el mercado sino al de
fiadores y deudores, argumentos que no convencen al sayón
estas argucias del judío y le pide sesenta sueldos por su
desobediencia a los decretos reales que prohíben en día, sitio y hora
como estos y otros multa de otros sesenta sueldos al infanzón por haber
desnudado su espada y quebrantado así la paz en el mercado.
Replican varias veces el deudor y el hebreo, la opinión se
divide en el grupo desinteresados del asunto nuestros
desconocidos separan aunque no sin trabajo de la masa humana apiñada en torno a la yegua vieja de los quinces sueldos y aplicando sobre la sutileza el judío entra en la ciudad por el Archo Rege.
Siguen la carrera que se hallan las cortes de doña Eldoara y del diácono
Miguel, el palacio del príncipe y el recién construido
Monasterio del Salvador, avanza por el carral estrecho y tortuoso
que habitan Paterna y su mujer Galaza; llegan al ángulo que forma
esta carrera con la que une la Puerta del Obispo a la
Cauriense y penetran, por último en la corte de don Arias, el
incógnito jinete del caballo castaño. su compañero, de edad más respetable don
Arias es muy mozo, se llama Azur
Fernández, es el nombre con del conde Monzón que
viene a la ciudad para distraer sus ocios otoñales y holgarse
en el bullicioso cortesano.
Córdoba, 12 de septiembre de 2001
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