Después que hubieron cenado, Don Quijote tomó de la rienda a Rocinante, y Sancho del cabestro a su asno, y comenzaron a caminar por el prado arriba en busca de alguna fuente o arroyo donde poder mitigar la sed que los afligía.
No
hubieron andado doscientos pasos, cuando llegó a sus oídos el ruido de agua
que, al parecer, de unos grandes y levantados riscos que se despeñaba.
Alegróles
el ruido y, parándose a escuchar a qué
parte sonaba, oyeron a deshora otro
estruendo que les aguó el contento del agua, especialmente a Sancho, que por
naturaleza era medroso y de poco ánimo.
Oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, acompañados del furioso estruendo del agua, que pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de Don Quijote, quien saltó sobre Rocinante y, embrazando su rodela y terciando su lanzón, dijo:
-Sancho
amigo, quédate con Dios y espérame aquí hasta tres días no más, tras los
cuales, si no volviese, puedes tú volverte a nuestra aldea y desde allí, por
hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde dirás a la incomparable
señora mía Dulcinea que su cautivo caballero murió por acometer cosas que lo
hiciesen digno de poder llamarse suyo.
Cuando
Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a llorar con la mayor ternura el
mundo y a decirle:
-Señor,
yo no sé por qué quiere vuestra merced acometer tan temerosa aventura. Ahora es
de noche, aquí no se ve a nadie; bien podemos torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días.
- No se
ha de decir por mí- respondió Don Quijote -, ahora ni en ningún tiempo, que
lágrimas y ruegos me parece hacer lo que debía a estilo de caballero; y así te
ruego, Sancho, que calles; que Dios, que me ha puesto en el corazón acometer
ahora esta no vista y temerosa aventura, tendrás cuidado de mirar por mi salud y
de consolar tu tristeza. Lo que has de hacer es apretar bien las cinchas a
Rocinante y quedarse aquí; que daré la vuelta presto, vivo o muerto.
Viendo,
pues, Sancho la resolución de su amo y cuán poco valían con él sus lágrimas,
consejos y ruegos, determinó aprovecharse de su astucia y hacerle esperar hasta el amanecer, si
pudiese; y así, cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser
sentido, ató con el cabestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera que,
cuando don Quijote se quiso partir, no pudo, porque el caballo no se podía
mover sino a saltos. Viendo Sancho el buen suceso de su embuste, dijo:
-Ea,
señor, que el cielo, conmovido de mis lágrimas y plegarias, ha ordenado que no
se pueda mover a Rocinante; y si vos queréis porfiar, espolear y darle, será
enojar a la Fortuna y dar coces, como
dicen, contra aguijón.
Desesperabase
con esto Don Quijote y, por más que picaba con las espuelas al caballo, menos
lo podía mover, sin caer en la cuenta de la ligadura, tuvo por bien sosegarse y
esperar a que amaneciese o a que rocinante
se menease, creyendo que aquello venía de otra parte que de la treta de
Sancho; y así, determinó pasar la noche departiendo amigablemente con su
escudero.
Aún en
sus coloquios, los sorprendió la mañana, y entonces Sancho, con mucho cuidado,
desligó a Rocinante. Como éste se vio libre, aunque de suyo no era nada brioso,
parece que se resintió, y comenzó a dar manotadas. Viendo, pues, Don Quijote
que ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal y creyó que lo era de que
acometiese aquella temerosa aventura, y comenzó a caminar hacia la parte donde
le pareció que el ruido del agua y del golpear venía.
Seguidlo de Sancho y llevando, como tenía por costumbre, del cabestro a su jumento, perpetuo compañero de sus prósperas y adversas fortunas; y
habiendo andando un buen trecho entre unos castaños y árboles sombríos, dieron
en un pradecillo que al pie de unas altas peñas había, de las cuales se
precipitaba un grandísimo golpe de agua.
Al pie de
las peñas estaban unas casas mal hechas, que más parecían ruinas de edificios
que casas, de entre los cuales advirtieron que salía el ruido y estruendo de
aquel golpear.
Rocinante
se alborotó con el estruendo del agua y
de los golpes, Don Quijote lo sosegó acercándose poco a poco a las casas, encomendándose de todo corazón a su señora, suplicándole que en aquella temerosa
jornada y empresa le favoreciese, y se encomendaba también a Dios para que no
lo olvidase. Sancho no se le quitaba de al lado alargando el cuello y la vista
cuanto podía entre las patas de Rocinante, por ver si vería ya lo que tan
intrigado y medroso tenía.
Otros
cien pasos serían los que anduvieron cuando, al doblar una punta, apareció
descubierta y patente la misma causa, sin que pudiese ser otra, de aquel
horrísono y para ellos espantable ruido.
Eran seis
mazos de molino de batán que con sus alternativos golpes formaban aquel estruendo.
Cuando Don Quijote vio lo que era enmudeció y pásmese de arriba abajo, con muestras de estar avergonzado, miró también a Sancho viendo que tenía los carrillos hinchados y la boca llena de risa, con evidentes señales de querer reventar con ella.
En esto,
comenzó a llover un poco y quisiera Sancho que se entraran al molino de los
batanes; más habiéndole cobrado tal aborrecimiento que de ningún modo quisieron entrar, y así
torciendo el camino a la derecha, dieron en otro como el que habían llevado el
día de antes.
De allí a
poco, descubrió don Quijote a un hombre que iba a caballo y que traía en la
cabeza una cosa relumbrada como si fuera de oro; y a penas lo hubo visto, se
volvió a Sancho y le dijo:
-Paréceme,
Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias
sacadas de la experiencia, especialmente aquel que dice “Donde una puerta se cierra,
otra se abre”. Díjole porque sí anoche nos
cerró la ventura la puerta de la que buscábamos, ahora nos abre de par en par
otra para mejor y más acierta aventura, que si yo no acertare a entrar por
ella, mía será la culpa. Digo esto porque, si no me engaño, hacia nosotros
viene uno que trae en la cabeza puesto el yelmo de Mambrino
-Sancho,
mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace, si yo pudiera hablar
le diría que se engaña en lo que dice.
-Don
Quijote, dime ¿no ves aquel caballero que hacía nosotros viene, sobre un caballo
rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro?.
-Sancho
lo que yo veo y columbro, no es otra cosa que un hombre sobre un asno, pardo
como el mío que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.
-Don
Quijote, pues es el yelmo de Mambrino, apártate y déjame con él a solas, verás
cuán sin hablar palabra, por ahorrar tiempo, concluyo esta aventura y queda por
mío el yelmo.
Es pues,
el caso que el yelmo y el caballo y caballero que don Quijote veía esto: Que en
aquel contorno había dos lugares, el uno
tan pequeño que no tenía botica, ni barbero el otro que estaba cercano, sí y
así, el barbero del mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad un enfermo
de sangrarse, y otro de arreglarse la barba, para lo cual venía el barbero y
traía una bacía de azófar queriendo la suerte que, al tiempo que venía, comenzó a llover, y porque no se le manchase
el sombrero, que debía ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como limpia,
desde media legua relumbraba. Venía
sobre un asno pardo, de cómo Sancho dijo, y ésta fue la causa por la que a Don
Quijote le pareció caballo rucio rodado, y caballero y yelmo de oro, que todas
las cosas que veía con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas
caballerías y malandantes pensamientos. Y cuando él vio que el pobre caballero
llegaba cerca, sin venirse con él a razones, a todo correr de Rocinante lo
enristró con el lanzón bajo, llevando la intención de pasarlo de parte a parte;
y cuando a él llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo:
-Defiéndete, maligna criatura o entrégame de tu voluntad lo que con tanta razón lo que se me debe.
El
barbero, que tan sin pensarlo ni temerlo vio venir aquel fantasma sobre sí, no
tuvo otro remedio para poder resguardarse del golpe de la lanza, que dejarse
caer del asno abajo. No bien hubo tocado el suelo, cuando se levantó más ligero
que un gamo, comenzó a correr por aquel llano, se dejó la bacía en el suelo,
con lo cual se contentó don Quijote. Mandó a Sancho que alzase el yelmo y
tomándolo en las manos dijo:
-Por Dios
que la bacía es buena.
Y
dándoselas a su amo, éste se la puso en la cabeza, rodeándola a una parte y a
otra, buscándole el encaje; como no lo hallaba, dijo:
-Sin
duda que el pagano a cuya medida se
forjó primera esta famosa celada debía
tener grandísima cabeza, y lo peor de ello es que le falta la mita de ella.
Cuando
Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo contener la risa.
¿De qué te ríes Sancho, dijo Don
Quijote?.
Respondió
Sancho, de la enorme cabeza que tendría el pagano dueño de este almete que no
parece otra cosa que una bacía de
barbero pintiparada.
-¿Sabes
que imagino, Sancho?, Que esta famosa pieza de este encantado yelmo, por algún
extraño accidente debió de venir a manos
de quien no supo conocer ni estimar su valor y, sin saber lo que hacía,
viéndola de oro purísimo, debió de fundir la mitad, para aprovecharse del
precio y de la otra mitad hizo ésta que parece bacía de barbero, como tú dices.
Pero sea lo que fuere, yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero y,
entretanto, la traeré como pudiere, que más vale algo que nada; cuanto más que
será bastante para defenderme de alguna pedrada.
-Eso será
dijo Sancho, si no se tira con honda, como tiraron en la pelea de los
ejércitos, cuando le santiguaron a vuestra merced las muelas y le rompieron la
alcuza donde venía aquel benditisímo
brebaje que me hizo vomitar las entrañas.
-No me da
pena el haberlo perdido que ya sabes tú dijo Don Quijote que yo tengo la receta
en la memoria.
-También
la tengo yo respondió Sancho, pero si yo lo hiciere nunca más en la vida, pero
dejando eso parte que haremos de este caballo rucio rodado, que parece asno
pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino que vuestra merced derribó, que
según él puso en los pies en polvorosa y cogió la de Villadiego, no lleva
pergeño de volver por él jamás. ¡Y por mis barbas, si no es bueno el rucio!.
-Nunca yo
acostumbro dijo Don Quijote, a despojar a los que venzo, ni es uso de caballerías quitarles los caballos y
dejarlos a pie, si ya no fuese que el vencedor hubiese perdido en la pendencia
el suyo, que en tal caso licito es tomar el del vencido, como ganado en guerra
lícita . Así que Sancho, deja ese caballo, o asno , o lo quisieres que sea, que
tan pronto como el dueño nos vea alejados de aquí, volverá a por él.
-Dios
sabe si quisiera llevarlo –replicó Sancho o por la menos trocarlo por este mío,
que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son estrechas las leyes de la
caballería, pues no se extienden a dejar trocar un asno por otro, y quería
trocar los aparejos siquiera.
-En este
caso no estoy muy cierto, respondió don Quijote, y en caso de duda, hasta estar
mejor informado, digo que los trueques si es que tienes de ellos necesidad
extrema.
-Tan
extrema es respondió Sancho que si fueran para mí misma persona no los hubiera menester más.
Y luego
habilitado con aquella licencia, hizo mutatio
caparum y puso su jumento a las mil lindezas, dejándolo, mejorado en tercio
y quinto.
Subieron
a caballo y, sin tomar determinado camino, por ser muy de caballeros andantes
el no tomar ninguno cierto, se pusieron a caminar por donde la voluntad de
Rocinante quiso, que se llevaba tras de sí la de su amo y aun del asno, que
siempre lo seguía en buen amor y compañía. Con todo esto, volvieron al camino
real y siguieron por él a la ventura, sin otro designio alguno.
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