lunes, 6 de febrero de 2023

LA AVENTURA DE LOS REBAÑOS CAPÍTULO VIII

                                                   



Llegó Sancho todo  marchito y desmayado; tanto,  que ni siquiera podía arrear a su jumento. 



Cuando así lo vio Don Quijote le dijo: - Creo, Sancho bueno, que aquel  castillo o venta estaba encantado, sin duda; porque aquellos que tan atrozmente tomaron pasatiempo contigo.

 


¿Qué podían ser sino fantasmas y gentes del otro mundo?. Confirmo esto por haber visto que, cuando estaba por las bardas del corral, no me fue  posible subir por ellas, ni menos pude apearme de Rocinante, porque me debían de tener encantado, que te lo juro por la fe de quien soy,  que, si pudiera subir o apearme, yo te vengara de manera que aquellos follones y malandrines se acordaran de la burla para siempre.


   - También me vengara yo si pudiera, pero no pude, aunque tengo para mí que aquellos que se holgaron conmigo no eran fantasmas ni hombres encantados. como vuestra meced dice, sino hombres de carne y hueso como nosotros; y todos, según los oí nombrar cuando me volteaban, tenían sus nombres; que el uno se llamaba Pedro Martínez, y  el otro Tenorio Hernández, y el ventero oí que se llamaba  Juan Palomeque; el Zurdo. 

Así que señor, el no poder saltar las bardas del corral ni apearse del caballo no es  otra cosa  que tuvo que ser un encantamiento. Y lo que yo saco en limpio del  todo es que estas aventuras que andamos buscando, al final nos han de traer a tantas desventuras, que no sepamos cual es nuestro  pie derecho.

 

 -Que poco sabes, Sancho respondió Don Quijote, de achaques de caballerías. En estos coloquios iban cuando vio Don Quijote que por el camino venían hacía ellos una grande y espesa polvareda; en viéndola, se volvió hacía Sancho y le dijo:

   


    - Éste es el gran día,  ¡ach, Sancho! en el cual se ha de ver el bien que me tiene guardado mí suerte; éste es el día en que se ha de mostrar el valor de mi brazo, y en  el que tengo de hacer obras que queden escritas en el libro de la fama por todos los venideros siglo. ¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Sancho?. Pues toda está poblada de un copiosísimo ejército que de diversas  e innumerables gentes por allí viene marchando.  

       - A esa cuenta, dos deben de ser, señor,  dijo Sancho, porque de esta parte contraría se levanta asimismo otra semejante polvareda.

       


Volvió a mirarlo Don Quijote, y vio que así era verdad mucho se alegró de forma desaforada, pensó sin duda alguna que eran dos ejércitos que venían a embestirse y a encontrarse en mitad  de aquella espaciosa llanura.

     -La polvareda que había visto la levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros, que por aquel mismo camino de dos diferentes partes venían, las cuales con el polvo no se dejaron ver hasta que llegaron cerca.

    Con tanto ahínco afirmaba Don Quijote que eran ejércitos que Sancho lo vino a creer y a decirle: Señor ¿pues qué hemos de hacer nosotros?.

    

-¡Que? dijo Don Quijote  favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos. Y has de saber, Sancho, que éste que viene de frente lo conduce y guía  es el gran emperador Alifanfarón, de la gran isla Trapobana; y este otro que a mis espaldas marcha es el de su enemigo el rey de los garamantas, Pentapolín del Arremangado Brazo, porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho desnudo.    

     -¿Pues porqué se quieren tan mal estos dos señores?, preguntó Sancho.


- Quiérense mal, respondió Don Quijote, porque este Alifanfarón es un furibundo pagano y está enamorado de la hija de Pentopolin,  que es una señora muy hermosa y agraciada y es cristiana; su padre no se la quiere entregar al rey pagano sino deja primero la ley del falso profeta Mahoma y se vuelve a la suya,    

  - ¡Por mis barbas, dijo Sancho, si no hace muy bien Pentapolín, y le tengo de ayudar en cuanto pudiere! 

  - En eso harás lo que debes, Sancho dijo Don Quijote, porque para entrar en batallas semejantes no se requiere ser armado caballero. 

 


- Bien se me alcanza eso respondió Sancho, pero ¿donde pondremos este asno? que estemos ciertos de hallarlo después de pasada la refriega. Porque para entrar en ella en semejante caballería no creo que esté en uso hasta ahora.

    - Así es verdad dijo Don Quijote, lo que puedes hacer de él es dejarlo a sus aventuras, ora se pierda o no , porque serán tantos los caballos que tendremos, después que salgamos vencedores, que aun corre peligro Rocinante no lo trueque por otro, pero estate quieto y mira que te quiero dar cuenta de los caballeros más principales que en estos dos ejércitos vienen. 

Y Don Quijote fue nombrando muchos caballeros del uno y del otro escuadrón, que él se imaginaba, y a todos les dio sus armas, colores, empresas y motes, de improviso, llevado por la imaginación de su nunca vista locura.   


     

Estaba Sancho  pendiente de la palabras de su señor, sin interrumpirlo, y de cuando en cuando volvía la cabeza a ver si veía los caballeros y gigantes que su amo nombraba;; y como no descubría ninguno, le dijo:

-Señor, al diablo encomiendo hombre, gigante o caballero de cuantos vuestra merced dice; a lo menos, yo no los veo; quizá todo debe de se encantamiento. -¿Cómo dices eso? respondió Don Quijote, ¿no oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los tambores?. 

       - No oigo otra cosa respondió Sancho que los muchos balidos de ovejas y carneros.

       Y así era verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños.

   

 - El miedo que tienes dijo Don Quijote, te hace, Sancho, que ni veas, ni oigas a derechas. Retírate a una parte y déjame solo; que  solo basto para dar la victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda. 

    Diciendo esto, espoleó a Rocinante y, puesta la lanza en el ristre, bajó la costezuela como un rayo.  

  


-Dióle voces Sancho diciéndole: ¡Vuélvase vuestra merced, señor Don Quijote; que son carneros y ovejas los que va a embestir! ¿Qué locura es ésta, que es lo que hace?.  Ni por esas volvió Don Quijote ; ante altas voces decía: Ea, caballeros, los que seguís y militáis bajo las banderas del valeroso emperador Pentapolín del Arremangado Brazo, seguidme todos veréis cuán fácilmente le doy venganza de su enemigo Alifanfarón de la Trapobana 

     


 

- Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las ovejas y  comenzó a lancearlas con tanto coraje y denuedo como si de veras alanceara a sus  mortales enemigos. Los pastores, ganaderos y gañanes que con la manada venían le daban voces para que no hiciese aquello; pero viendo que no aprovechaban, desciñéronse  las hondas y comenzaron a saludarle los oídos con piedras como puños. Don Quijote no se preocupaba de las piedras; antes, corriendo de un lado a otro decía:

       -¿Dónde estás, soberbio Alifanfarón?. vente a mí;; que un caballero solo soy, que desea de solo a solo probar tus fuerzas y quitarte la vida, en pena de la que das al valeroso Pentapolín..  

  Llegó en esto un guijarro y, dándole en un lado, le sepultó dos costillas en el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó sin duda que estaba muerto o malherido y, acordándose de su licor llamado el bálsamo de Fierabrás, sacó su alcuza, púsosela  en la boca y comenzó a echar licor en el estómago; más que antes dé que acabase de envasar lo que a él le parecía que  era bastante, le alcanzó otra piedra  que le vino a dar  en la mano y en la alcuza, tan de lleno que se la hizo pedazos, de paso tres o cuatro dientes y muelas de la boca y machacándole malamente dos dedos de la mano.  

    

 Tal fue el golpe primero, y tal el segundo, que le fue forzoso al caballero dar consigo del caballo abajo. Llegaron a él los pastores y creyeron que estaba muerto, entonces y con mucha prisa recogieron su ganado, cargaron las reses muertas que pasaban de siete y, sin averiguar otra cosa, se fueron.

     


Estábase todo este tiempo Sancho sobre la cuesta, mirando las locuras que su amo hacía, y arráncabase  las barbas maldiciendo la hora y el punto en que la fortuna se lo había dado a conocer.   

   Viéndolo caído en el suelo, y que los pastores se habían ido, bajó la cuesta y llegóse  a él. Hallólo  de muy mal arte, aunque no había perdido el sentido y díjole: ¿no le decía yo señor Don Quijote, que se volviese, que los que iba a cometer no eran ejércitos, sino manadas de carneros.



   -Sábete, Sancho que aquel maligno sabio que me persigue envidioso de la gloria que vio que yo había de alcanzar de esta batalla, ha transformado los escuadrones enemigos en mandas de ovejas. Si no haz una  cosa Sancho, para que te desengañes y veas ser verdad lo que te digo: sube en tu asno y síguelos, verás cómo en alejándose, se vuelven en su ser primero y, dejando de ser carneros, son hombres hechos y derechos. Pero no vayas ahora, que he menester tu favor y ayuda, llégate a mi y mira cuantas  muelas y  dientes me faltan; que me parece que no me ha quedado ninguna n la boca.

   


Llegóse Sancho tan cerca, que casi le metía los ojos en la boca; y fue a tiempo que ya había obrado el bálsamos en el estómago de Don Quijote, y, al tiempo que Sancho llegó a mirarle la boca, arrojó de sí, más fuerte que una escopeta  cuanto dentro del estómago tenía, y dio con todo ello en las barbas del compasivo escudero. 

   


- ¡Santa María! dijo Sancho, ¿y que es esto que me ha sucedido?. Sin duda este pecador está herido de muerte, pues vomita sangre por la boca.  




Pero reparando un poco más en ello, echó  ver en el color, sabor y olor que no era sangre, sino el bálsamo de la alcuza que él había le había visto beber; fue tanto el asco que tomó que, le revolvió el estómago, vomitó las tripas sobre su mismo señor y quedaron entrambos  como de perlas.

Acudió Sancho  a por su asno para sacar de las alforjas con que limpiarse y con  qué  curar a su amo, y como no  la halló, estuvo a punto de perder el juicio: maldijese de nuevo y pupuso en su corazón dejar a su amo y volverse a su tierra, aunque perdiese el salario de lo servido y las esperanzas del gobierno de la prometida ínsula

Levántose en esto Don Quijote y, puesta la mano izquierda en la boca para que no se le acabasen de salir los dientes, asió con la otra las riendas de Rocinante, que nunca se había movido  de junto a su amo, tal era de leal y bien acondicionado. Fuese hacia hacia donde su escudero estaba, se pechos sobre el asno, con la mano en la mejilla como hombre pensativo. Viéndolo Don Quijote de aquella manera, con muestras de tanta tristeza le dijo:

-Todas estas barrascos que nos suceden, Sancho, son señales de que pronto se ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien  las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables , y no debes acongojarte por las desgracias que a mi me sucedan, pues a ti no te cabe parte de ellas.

¿Cómo que no? respondió Sancho, por ventura, el que ayer mantearon, ¿era otro que el hijo de mi padre?. Y las alforjas que hoy me faltan, con todas mis alhajas, ¿son de otro que del mismo?.  -¿Que te faltan las alforjas Sancho? cuando faltaran por estos prados las hierbas que vuestra merced dice que conoce, con que suelen suplir semejantes faltas los malaventurados andantes caballeros cómo  vuestra merced es. - 


Con todo respondió Don Quijote, comiera yo ahora más a gusto un cuartal de pan y dos sardina que cuantas hierbas hay en el mundo. Pero sube en tu jumento, Sancho bueno, y ven tras de mí, que Dio, que provee  todas las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tan en su servicio como andamos, pues no faltan los mosquitos el aire, ni los gusanillos de la tierra ni los renacuajos del agua, y es tan piadoso que hace salir el sol sobre los buenos y llueve sobre los injustos y justos.  -Mejor era vuestra merced dijo Sancho, para predicador que para caballero andante. Ahora bien, vayámonos  de aquí y busquemos donde alojarnos esta noche, y quiera Dios sea en parte donde no haya mantas ni manteadores, - Pídeselo tú a Dios hijo, dijo Don Quijote, y guía por donde quieres, que esta vez quiero dejar a tu elección el alojarnos donde  quisieres, que esta vez quiero dejar a tu elección el alojarnos . Pero dame acá la mano y tiéntame con el dedo y mira bien cuantos dientes y muelas me faltan de estelado derecho de la quijada alta, que allí siento dolor.

Metía Sancho los dedos y, tentándolo dijo: ¿Cuántas muelas solía tener vuestra merced en esta parte?.  Cuatro respondido Don Quijote, fuera de la cordal, todas enteras y muy  sanas. 

-Mire vuestra merced bien lo que dice, señor respondió Sancho. Digo que  cuatro, si no eran cinco respondió Don Quijote, porque en toda mi vida me han sacado diente ni muela de la boca. -Pus en esta pate de abajo, dijo Sancho no tiene vuestra merced más de dos muelas y media; y en la de arriba, ni media, ni ninguna, que toda está rasa como la palma de la mano.

¡Desdichado de mi!, dijo Don Quijote, oyendo las tristes nuevas que su escudero le daba, que más quisiera yo que me hubiesen derribado un brazo, como no fuera el de la espada. Porque te hago saber, Sancho que la boca sin las muelas  es como molino de piedra sin piedras, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante.

Pero a todo eso estamos sujetos los que profesamos la estrecha orden de la caballería. Sube, amigo, y guía  que yo te seguiré al paso que quisieres.

Hízolo así Sancho y encaminóse    hacía donde le apareció que podía hallar acogimiento, sin salir del camino real, que por allí iba muy recto,          


  


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