CAPÍTULO VII
EL BÁLSAMO DE
FIERABRÁS
Al día
siguiente Don Quijote y su escudero entraron en un bosque y, habiendo andado
más de dos horas por él, vinieron a parar a un prado lleno de fresca hierba,
junto al cual corría un arroyo apacible y fresco; que convidó y forzó a pasar
por allí a las horas de la siesta, dejando a Rocinante y al jumento pacer en
aquellos prados a sus anchas aprovechando la mucha hierba que allí había.
Entretanto
la suerte y el diablo que no siempre duerme, que por aquel valle también estuviera
paciendo una manada de jacas gallegas de unos arrieros yangüeses. Rocinante al
verlas, se fue hacía ellas, y éstas lo recibieron con las herraduras y los dientes,
de tal manera que a poco espacio se le rompieron las cinchas y quedó sin silla,
pronto lo arrieros acudieron con estacas, y tantos palos le dieron, que lo
derribaron malparado y tendido en el suelo.
Ya, en esto, Don Quijote y Sancho, que vieron la paliza dada a Rocinante, llegaban jadeantes, diciendo Don Quijote a Sancho:
-A lo que
veo, amigo Sancho, éstos no son caballeros, sino gente soez y de baja ralea, ahora
bien me puedes ayudar a tomar la debida venganza del agravio que delante de
nuestros ojo se le ha hecho a Rocinante.
- ¿Qué diablos
de venganza hemos de tomar, respondió Sancho, si éstos son más de veinte, y nosotros no más de
dos, y aun quizá no somos sino uno y medio?.
- Yo valgo por ciento replicó Don Quijote.
Y sin hacer más discursos, echó mano a su espada y arremetió contra los yangüeses, y lo mismo hizo Sancho, incitado y movido por el ejemplo de su amo; y a las primeras dio Don Quijote una cuchillada a uno, abriéndole el sayo de cuero con que venía vestido y gran parte de la espalda.
Los yangüeses, que se vieron maltratar por aquellos dos pobres y solos, acudieron a sus estacas y cogiendo a los dos en medio, comenzaron a menudear sobre ellos con gran ahínco y vehemencia, la verdad que al segundo toque dieron con Sancho en el suelo, y lo mismo sucedió con Don Quijote, sin que le valiese su destreza y buen ánimo, quiso la suerte que viniese a caer a los pies de Rocinante, que aún no se había levantado.
.Viendo pues, los yangüeses el mal recado que habían hecho, con la mayor presteza que pudieron cargaron su recua y siguieron su camino dejando a los aventureros de mala traza y peor talante.
El primero que se quejó fue Sancho Panza, hallándose junto a su señor, con voz enferma y lastimada dijo: Señor Don Quijote, ¡ah. señor Don Quijote!.
-¿Que quieres Sancho hermano? respondió Don Quijote con el mimo tono doliente de Sancho.
-Querría, si fuese posible respondió Sancho Panza, que vuestra merced me diese dos tragos de aquella bebida del feo Blas, si es que la tiene ahí a mano, quizá será de provecho para los quebrantamientos de huesos, como lo es para las heridas.
- Pues de tenerla yo aquí, qué nos faltaba?, respondió Don Quijote. Más yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero andante, que antes de que pasen dos días si la fortuna no ordena otra cosa, la he de tener en mi poder. Pero dejemos eso ahora y saca fuerzas de flaqueza, Sancho; que así haré yo, y veamos cómo está Rocinante; que, a lo que me parece, no le ha cabido al pobre la menor parte de esta desgracia.
- No hay que maravillarse de eso, respondió Sancho, porque él fue la causa principal de nuestro molimiento.
Sancho y el bálsamo de Fierabrás |
Despidiendo treinta ayes y suspiros, y ciento veinte pestes y reniegos de quien allí lo había traído, se levantó, quedándose encorvado en la mitad del camino sin poder acabar de enderezarse, aparejó su asno y levantó a Rocinante, luego llevando al asno del cabestro se encaminó hacía donde le pareció que podía estar el camino real, y la suerte, que sus cosas de bien en mejor iba guiando, durante el camino descubrió una venta, y en tanto porfiaba Don Quijote que aquello era castillo llegaron a ella.
-Entró Sancho con toda su recua.
El ventero que vio a Don Quijote atravesado en el asno, le preguntó qué mal traía, Sancho le respondió que no era nada, sino que había dado una caída de una peña abajo, y que venía con las costillas algo molidas.
Tenía el ventero una mujer por naturaleza caritativa, que se dolía de las calamidades de sus prójimos, y así acudió luego a curar a Don Quijote e hizo que una hija suya lo ayudase.
Servía en la venta asimismo una moza asturiana que se encargó de hacer una mala cama a Don Quijote, en un camaranchón que daba manifiestos indicios de haber servido de pajar muchos años.
En ella se acostó Don Quijote , y luego la ventera y su hija lo emplastaron de arriba abajo, admirándose Maritornes, que así se llamaba la asturiana; y como al bizmarlo viese la ventera tan acardenalado a Don Quijote dijo que aquello más parecían golpes que caída..
-No fueron golpes dijo Sancho, sino que la peña tenía muchos picos y tropezones y cada uno hizo su cardenal y añadió haga vuestra merced, señora, la manera que queden algunas estopas que no faltará quien las haya menester, que también me duelen a mi un poco los lomos.
- De esta manera respondió la ventera, también debisteis vos caer.
- No caí dijo Sancho Panza, sino que del sobresalto que me tomé al ver caer a mi amo, de tal manera que me duele a mí el cuerpo al parecer me han dado mil palos.
-Bien podría ser eso, dijo la doncella, que a mí, me ha acontecido muchas veces soñar que caía de una torre abajo, y que nunca acababa de llegar al suelo, y cuando despertaba del sueño, hallarme tan molida y quebrantada como verdaderamente hubiera caído.
- Ahí está el toque señora, respondió Sancho Panza , que yo , sin soñar sino estando más despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales que mi señor Don Quijote.
La ventera y su hija lo dejaron, y Maritornes curó a Sancho, que no menos lo había menester que su amo.
El duro, estrecho, apocado y fementido lecho de Don Quijote, estaba situado el primero en mitad de aquel establo y luego junto a él, hizo Sancho el suyo, que sólo contenía una estera de enea y una manta, Sancho, bizmado y acostado, procuraba dormir, pero no lo consentía el dolor de sus costillas y Don Quijote, con el dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos como liebre, y así pasó gran parte de la noche, imaginaba extrañas locuras.
No hubo bien amanecido el día cuando dijo a Sancho Don Quijote
-Levántate, Sancho, si puedes; llama al alcaide de esta fortaleza y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el salutífero bálsamo.
Levántose Sancho con harto dolor de sus huesos y fue a oscuras a donde estaba el ventero, el cual proveyó de cuanto quiso, y Sancho se lo llevó a Don Quijote quien al instante, tomó los ingredientes simples con los cuales hizo un compuesto mezclándolos todos y cociéndolos durante un buen rato, hasta que le pareció que estaban en su punto. Pidió luego alguna redoma para echarlo.
Como no había en la venta, resolvió ponerlo en una alcuza o aceitera de hoja de lata de la que el ventero le hizo gratuita donación; luego dijo sobre la alcuza más de ochenta paternóster y otras tantas avemarías, salves y credos, y cada palabra la acompañaba con una señal de la cruz, a modo de bendición.
Hecho esto, quiso él mismo hacer luego la quebrantamientos de la virtud de aquel precioso bálsamo que él se imaginaba, se bebió de aquello que sobró y no podía caber en la alcuza y quedaba en la olla donde se había cocido, casi medía azumbre; apenas lo acabó de beber, cuando comenzó a vomitar, de manera que no le quedó cosa en el estómago; con las ansias y agitación del vómito, le dio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que lo arropasen y dejasen solo. Hiciéronlo así y quedóse dormido más de tres horas, al cabo de las cuales despertó y se sintió aliviadísimo - de sus quebrantamientos.
Se tuvo por sano y verdaderamente creyó que había acertado con él bálsamo de Fierabrás y con aquel remedio podía acometer de allí en adelante, sin temor alguno de batallas y pendencias por peligrosas que fuesen.
Sancho Panza, que también tuvo a milagro la mejoría de su amo, le rogó que le diese lo que quedaba en la olla, que no era poco. Se lo concedió Don Quijote, y él tomándola a dos manos con buena fe y mejor talante se la echó a pechos y envasó en su cuerpo bien poco menos que su amo. Es, pues, el caso que el estómago del pobre Sancho no debía ser tan delicado como el de su amo, y así, en vez de vomitar, le dieron tantas ansias y náuseas con tantos trasudores y desmayos,, que él pensó que era llegada de la última hora.
Viéndose tan afligido y acongojado, maldecía el bálsamo y al ladrón que se lo había mandado, más Don Quijote dijo:. Yo creo Sancho que todo este mal te viene por no ser armado caballero, porque tengo para mi que este licor no debe de aprovechar a los que lo son.
-Si eso sabia vuestra meced respondió Sancho, ¡mal haya yo y toda mi parentela. ¿para qué consintió que lo tomase?..
Don Quijote, que, como se ha dicho, se sintió aliviado y sano quiso partirse a buscar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo que allí se tardara era quitárselo al mundo y a los en él necesitados de su favor y amparo, y más con la seguridad y confianza que llevaba en su bálsamo.
Forzado en el deseo, él mismo ensilló a Rocinante y enalbardó el jumento de su escudero, a quien también también ayudó a vestir y subir en el asno.
Púsose luego a caballo, y llegándose a un rincón de la venta tomó su lanzón .
Estaban mirando todos cuantos había en la venta, que pasaban de veinte personas. Llamó entonces al ventero y, con voz reposada y grave le dijo:
-Muchas y grandes son las mercedes, señor alcaide, que en este castillo vuestro he recibido, quedo obligadísimo a agradecérosla todos los días de mi vida. Si os las puedo pagar en vengaros de algún soberbio que os haya hecho algún agravio, sabed que ése es mi oficio.
El ventero le respondió con el mismo sosiego.
-Señor caballero, yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue de ningún agravio, porque yo sé tomar la venganza que me parece, cuando me la hacen,. Sólo he menester que vuestra merced me pague el gasto que esta noche ha hecho en la venta, tanto de paja y cebada de sus dos bestias como la de la cena y cama.
- Luego ¿venta es esta?, respondió Don Quijote
- Y muy honrada, respondió el ventero.
Engañado he vivido hasta aquí, respondió Don Quijote, en verdad que pensé que era castillo, y no malo; pero pues es así que es venta y no castillo , lo que podrá hacer por ahora es que perdonéis la paga. Yo no puedo contravenir a la orden de los caballeros andantes, de los cuales ser cierto que jamás pagaron posada, ni otra cosa en venta donde estuvieren.
-Poco tengo yo que ver en eso, respondió el ventero; págueseme lo que me se debe, y dejémonos de cuentos y de caballerías, que yo no tengo cuenta con otra cosa que con cobrar mi hacienda.
Vos sois sin duda, un sandio y mal hostelero, respondió Don Quijote.
Y poniendo piernas a Rocinante y terciando su lanzón, salió de la venta sin que nadie lo detuviese, y él, sin mirar si lo seguía su escudero, se alejó un buen trecho.
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que entre los que estaban en la venta se hallasen gentes alegres, maleantes y juguetonas; los cuales, casi instigados a y movidos por un mismo espíritu, se llegaron a Sancho y apeándolo del asno. Uno de ellos entró por la manta de la cama del huésped y, echándolo en ella, alzaron los ojos y vieron que el techo era más bajo de lo que habían menester para su obra; determinaron, pues salirse al corral, que tenía por límite el cielo.
Allí, puesto Sancho en mitad de la manta comenzaron a levantarlo en alto y a holgarse con él, como un perro por carnestolendas.
Las voces que Sancho manteado, daba eran tantas que llegaron a oídos de su amo; el cual deteniéndose a escuchar atentamente, creyó que alguna nueva aventura le venía, hasta que claramente conoció que el que gritaba era su escudero. Volviendo las riendas, con un penoso galope llegó a la venta, hasta que claramente conoció que el que gritaba era su escudero.
Viéndolo bajar y subir por el aire con tanta gracia y presteza que, si la cólera lo dejara, tengo para mí que se riera. Probó a subir desde el caballo a las bardas pero estaba tan molido y quebrantado que aún apearse no pudo.
Desde encima del caballo comenzó a decir tantos denuestos baldones a los que Sancho manteaban que no es posible acertar a describirlos; pero no por eso cesaban ellos en su risa y en su acción, ni el volador Sancho, dejaba sus quejas, mezcladas con amenazas, y con ruegos, mas todo servía de poco, ni sirvió, hasta que de puro cansados lo dejaron.
Trajéronle allí a su asno y subiéndole encima , lo arroparon con su gabán, a la campesina Maritornes, viéndole tan fatigado, le pareció bien socorrerlo con un jarro de agua que le trajo del pozo por ser más fría, lo tomó Sancho y, cuando lo llevaba a la boca, se detuvo ante las voces que su amo le daba diciéndole. -Hijo Sancho, no bebas agua, que te matará.
Aquí tengo el santísimo bálsamo, enseñándole la alcuza del brebaje, que con dos gotas que de él bebas sanarás sin duda.
A estas voces volvió Sancho los ojos y dijo con otros ¿por ventura se le ha olvidado a vuestra merced que yo no soy caballero, o quiere que acabe de vomitar las entrañas?. Guárdese su licor con todos los diablos, y déjeme a mí.
Al acabar de decir esto y comenzar a beber fue todo uno, más como el primer trago vio que era agua, no quiso pasar adelante y rogó a Maritornes que le trajes vino. Así lo hizo ella de muy buena voluntad, y lo pagó de su mismo dinero.
Después de haber bebido, Sancho subió a su asno y, abierta la puerta de la venta de par en par, salió de ella muy contento por que había sido a costa de sus acostumbrados fiadores, que eran sus espaldas. Verdad es que el ventero se quedó con sus alforjas, en pago de lo que se debía.
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